Tanto tiempo recorriendo las calles sola. La vida, como un río que corre hacia quién sabe dónde, me ha llevado día tras día hacia momentos repetidos una y otra vez. Han sido demasiados años hablando sola conmigo. Cada tanto las necesarias y breves palabras para continuar la vida. Los mismos negocios, las mismas caras, el mismo barrio. Nada más. Sin nuevos horizontes a donde soñar con llegar.
Había perdido el sentido de lo que sería una nueva ilusión. Así llegué a un punto donde la existencia misma comenzaba a perder sentido. Mi corazón seguía latiendo en un vacío total. Como si caminara en paisaje yermo, con breves ramas secas y retorcidas. Blanco como la misma nada. Cada paso lo sentía como si me arrastrase entre barros que apresaban mis pies.
Lo voy a tener siempre en mi mente, como esos recuerdos maravillosos, acunados, cuidados. Fue en uno de los días más fríos del invierno. El viento soplaba fuerte, empujándome desde la espalda, como echándome de las calles vacías. Pocas hojas corrían entre mis pies. Una llovizna fina, pero tenaz, se empeñaba por mojar mi chaqueta. Pasaba por el bar de Pepe, seguramente vacío a esa hora, entonces te vi.
Fue la visión instantánea en que el viento y la noche que se acercaba se detuvieron, dejaron de existir para mí. A través del cristal me quedé petrificada. Estabas escribiendo. Un gorro de lana color caramelo tapaba tus orejas. Tu pelo lacio se asomaba debajo del gorro. El rubio resaltaba sobre tu chaqueta negra. Resbalaba con delicadeza. No podía ver tu cara, solo tu nariz brevemente respingada.
Imaginé, en esos momentos, como absorbías suavemente el aire. Tus labios rojos resaltaban sobre tu piel blanca. Poco podía ver y supe, en ese momento maravilloso, de mi decadente vida, que estaba viendo una visión única. Pepe me vio parada afuera como preguntándose qué hacía afuera. Entré al bar. Me senté frente a tu mesa.
Pepe me trajo el café de siempre mientras te miraba. Seguías escribiendo, varias hojas se habían acumulado, al lado de tu café. Solo podía ver parte de tu cara y sin embargo supe, en ese momento, que eras un ángel único y yo una simple espectadora. Moviste lentamente la cabeza mientras otra hoja en blanco esperaba. Hebras de oro de tu pelo se balanceaban, reflejando la luz. Quería mirar tus ojos. Intuí que podría asomarme a tu alma.
De pronto alzaste tu mirada hacía mí, pero no me viste. Claro, soy un ser transparente. Seguiste sumergido en tu trabajo. Quedé allí absorta un largo rato disfrutando mirarte. Pagaste y fuiste hacia la puerta. Tus jeans desteñidos sugerían unas piernas fuertes. En esos momentos me fue imposible establecer tu edad. Ese día no los supe.
Me fui, bajo la lluvia, pensándote, casi con la certeza que esa visión maravillosa sería la única, que nunca más te vería. Te miré caminar y en un arrebato de pasión deseaba tus brazos en mi cuerpo. Llegué a mi habitación. Por la pequeña ventana me preguntaban dónde estarías. Quién serías, cuál sería tu nombre. Debías llamarte Esteban, no sé por qué imaginé ese nombre. Pensaba en la luz, en días lejos de las oscuras nubes que me ataban a una vida solitaria y silenciosa. En la solitaria mujer que era. Te soñé esa noche. Juntos caminábamos por un sendero entre la hierba muy verde, mecida por la brisa.
Fue un despertar más. Luchando por salir a la calle fui al bar de Pepe. Me senté en mi mesa de siempre y de pronto la puerta se abrió y tú estabas allí, con tu larga campera y tus papeles. Por primera vez me hundí en tu mirada. Esa vez dejé de ser invisible. Nos miramos. Algo ocurrió, no puedo explicarlo, pero supe que nunca más podría sacarte de mi mente.
Esa mañana me quedé allí mientras escribías hoja tras hoja. La curiosidad me acicateaba ¿Qué escribías? Quería saberlo. Y luego desapareciste. Algo me impidió acercarme, hablarte, escuchar tu voz. Pero ¿cómo puede una mujer acercarse así a alguien? Me quedé allí deseando, necesitando que volvieses a ese bar perdido en la ciudad. Le pregunté a Pepe sobre ti. No pudo decirme mucho, solo que escribías. Regresé a casa. Esa tarde te imaginé de mil maneras. Si tan solo hubiese podido hablarte, todo hubiese sido distinto.
Otro día regresé y allí estabas. La conexión, en pocas personas es a veces casi instantánea. Muchas cosas pasarían ¡tantas! Te imaginaba solo, como yo, en la ciudad. Dejándote llevar con el viento y los días, de un lado para otro. Sin un lugar para al fin tocar la tierra. ¿qué edad tendrías? Y lo supe, alguien te llamó al móvil y dijiste un número: cuarenta y nueve ¡tú edad!
Transcurrieron días en que te esperaba en el bar. Temía perder el recuerdo de tu imagen. Un día llegué más tarde al bar y ¡allí estabas escribiendo y escribiendo! La luz volvió a mi vida. La misma chaqueta, el mismo gorro de lana y unos jeans desteñidos, se ceñían a tu cuerpo maravillosamente bien. Me sugerían imaginar cómo sería tu piel. Cerré los ojos y estaba acariciándote mientras sonreías, llenando de luz el día.
Fue otro día que desapareciste, tragado por la niebla que había envuelto a la ciudad. Corrí a la calle, solo el blanco húmedo de la mañana estaba allí. No importaba, volverías, estaba segura. Esa noche soñé que me esperabas. Yo caminaba en una ciudad desconocida. Solo podía ver a pocos pasos delante de mí. Las gentes aparecían y desaparecían tragadas por la niebla. Entonces estabas frente a mí.
Me abrazaste como una vieja amiga. Caminábamos juntos mientras pensaba. ¿Cómo conquistarte? ¿Qué decirte para que aceptaras mis brazos y recibir los tuyos? Sí, tuve temor de no pronunciar las palabras justamente necesarias. Te deseaba más allá de todo. Llegábamos a tu casa y te quitabas el gorro, sacudiendo la cabeza sonriéndome. No hablábamos, tus manos jugaban con las mías y sonreías iluminando mi alma. Sobre la mesa estaban tus hojas, escritas con una hermosa letra pequeña. Ese día imaginé saber mucho más de ti. Cada historia que habías escrito. La última hoja aún estaba en blanco ¿Acaso nuestra historia sería escrita en esos papeles?
Desperté, me vestí y corrí al bar, ese día ni el siguiente viniste. Tanto tiempo esperé. Cuando la tristeza buscaba atraparme, enroscarse en mis piernas, como una hiedra húmeda, te vi. Cruzabas la calle apurado. De pronto te detuviste y regresaste, como si algo te hubieses olvidado. Dos calles más y entraste en el bar de Pepe, y yo detrás de ti. Sacaste tus papeles y tu mano volaba llenando las carillas.
Una vez más no levantaste la vista. Volví a ser invisible. Pero no importaba. Ahora eras todo para mí. Regresé a casa sabiendo que volvería a verte. Después de cenar me quedé dormida en mi sillón. Te soné, caminábamos juntos, tomados de las manos, sin temor, sin hastío por la vida. Libres, tranquilos, felices. Dejando que la vida nos llevara apaciblemente, hacia lo que nos quedara por vivir.
A la mañana corrí, al bar de Pepe. Te esperé todo ese día y el siguiente. Otra vez la incertidumbre. Caminé parte de la ciudad buscándote vanamente. A la tarde entraba al bar. Tu ausencia me pesaba sobre los hombros, entonces Pepe me sirvió un café y dejó sobre la mesa una abultada carpeta azul -Es de él, se la olvidado. Dijo. Asombrada la abrí, ingresé de golpe en tu vida. Tu letra se disparaba hoja tras hoja, día por día. ¡No podía creerlo!
El diario de Esteban
Ahora tenía tu nombre ¡Esteban! Lo había adivinado. Lo pronuncié tantas veces como una música que abre el alma. Fue entonces que la idea se abrió en mi mente. ¡Me había enamorado! ¿Pero era racional? ¿Acaso el amor es algo racional? En la primera página decías: Yo Silvio Hagner, escribo estas palabras. Es probable que nadie las lea nunca. ¿Acaso importa? El escribir es mi terapia, es el alma que se vuelca en papel, seré absolutamente fiel. He llegado a una edad, cuarenta y nueve años, desde donde observo mi presente sin caminos, encerrado en mí, pero soñando. Viajaré muy lejos y en cada camino espero encontrarte, solo, único y lista para mí.
Primer Viaje
Y allí estabas en el muelle. La primavera nos regalaba los primeros cielos azules. Viniste a mí. Escondidas, detrás de mi espalda, tenías esas hermosas rosas rojas, para mí. El crucero nos esperaba. Subimos la pasarela y estuvimos en el inmenso barco. Antes de ir a nuestro camarote nos quedamos en cubierta, mientras atrás quedaba el puerto. Las montañas desaparecieron y estuvimos en mar abierto. Me mirabas con esos ojos, encandilándome el alma. Todo estaba por pasar. Huir al fin del frío en los huesos.
Sentado en la cama reías viéndome bailar para ti, jugando a excitarte. Una música lenta me movía al compás de deseo. Y estuve entre tus brazos dejándome llevarte al cielo. Qué hermoso es sentirse plenamente deseada sin temer por el futuro. Sin sentir las calles húmedas y solitarias día tras día. Esa primera vez nos descubrimos con la pasión de nuestras pieles ávidas y necesitadas.
¿Hay algo más hermoso que la sugerencia del placer por venir? La imaginación puede obrar milagros. Esa tarde lo supe. Jugabas conmigo, sin apurar nada. Haciéndome desearte. Poco a poco cada prenda fue cuidadosamente quitada. Mi piel recibió tu boca, deslizándose, buscando, besando, absorbiéndote. Tendida sobre las sábanas rojas te llevé al más profundo placer. Que maravilloso es darlo todo y sentirte temblar. Dar, dar, ¿qué más?
Felices y enamorados salimos a recorrer el barco. La noche llegaba. Una visión maravillosa nos regaló la luna, mientras se asomaba detrás del horizonte, mientras, en un abrazo hermoso nos besamos. Los dos dejamos rodar lágrimas de felicidad. Lo teníamos todo. Podríamos haber estado en cualquier otro lugar, incluso en un crudo invierno. Nuestra pasión podría derretir todos los hielos, detener todos los vientos, alejar las oscuras nubes. ¡Nos amábamos más allá de los días, del tiempo, de todo!
Las letras corrían como un rio desbocado, tu alma me hablaba desde el papel. Comencé a conocerte, aun sin haber cambiado una palabra contigo. Estaba fascinado. Imaginé que volverías, al bar. Aún no sabía el dolor que me aguardaba.
Segundo viaje
Caminábamos los dos juntos, abrazados. El paraguas nos cubría apenas de la lluvia que se empecinaba, inútilmente, en entristecernos la tarde, pero nosotros dos teníamos al más maravilloso tiempo en nuestras manos. El sol estaría muy lejos tras las gruesas y negras nubes, no importaba, la vida nos iluminaba, alegre, plena y feliz. Mi brazo en tu cintura me anticipaba lo que me regalarías.
Y llegamos a nuestro refugio. Hiciste que mi alma trepara hasta el límite de la felicidad. ¿Qué es más hermoso que no temer el futuro? ¿Qué nada importe, solo tu voz acariciándome? Cerré los ojos y dejaste que te llevara a un mundo fantástico. Con toda la ternura te quité prenda a prenda. Erizaste mi piel ávida de tu boca. Me saciaste la sed más intensa. Bebiste mi aliento. Cada espasmo de placer fue seguido de los más profundos besos. Allí te amé hasta la última gota de placer.
Agotados, felices, repletos de amor, corrimos a las calles a refugiarnos en un bar, mientas cenábamos callados mirándonos embelesados a los ojos. Habíamos conectados nuestras almas como un reloj, cuyas piezas encajan perfectas y unidas, marcando un tiempo solo para nosotros. Veíamos, por la ventana a las gentes correr bajo la lluvia. Cientos de miles de historias en la ciudad sucia de tristezas. Abarrotadas de solitarios. Imaginábamos a tantos hombres y mujeres sin futuro, Sin una mano que tomar. Sin las necesarias caricias que alejan a los fantasmas de la soledad. De las largas noches de insomnio.
El mundo había desapareció para nosotros. Nada podría opacar nuestro amor. Simple y maravillosamente habíamos logrado que el mundo gris desapareciera La unión de dos almas, que al fin se encuentran, son como dos inmensas fuentes de energía que se unen, perfectamente sincronizadas, así uní mi alma a la tuya. Tuvimos la absoluta certeza que nada podría quitarnos la dicha. Todo el dolor quedaría para siempre olvidado. Nuevos y gloriosos días nos encontrarían por caminos plenos de luz. Lejos de los edificios y calles húmedas, caminaríamos en senderos en que la gramilla se perdía a lo lejos, fundiéndose con el cielo. Cada abrazo me imponía dártelo todo. Mi cuerpo integro, mi vida. Cada profundo beso te decía soy tuyo.
Supe sin lugar a dudas que eras un alma solitaria, perdida en la ciudad indiferente. Necesitaba verte, mirarte a los ojos y decirte, toma mis manos ¡somos dos solitarios perdidos en el laberinto de la vida ¿Dónde estarías? ¿A qué lugar te habrían llevados tus pasos? ¿Qué estarían mirando tus ojos cansados? ¿En qué bar estarías sentado frente a un café imaginando una vida mejor?
Seguía devorando tus escritos, hoja tras hoja. Internándome en lo profundo de tus sentimientos. ¡Volverías, sí, regresarías y ya no te perdería! Mi alma tocaría la tuya y brillaríamos los dos. Me juraba encender tu cuerpo con mis manos, con mi boca, hacerlo explotar, humedecerlo hasta el delirio de los sentidos. ¿Pero y si nunca regresabas? Alejaba esos pensamientos y volvía a hundirme em tristes pensamientos que intentaba alejar.
Tercer Viaje
Te encontrabas en una ciudad desconocida. Ninguna señal para reconocer el lugar a donde deberías llegar. Las personas que encontrabas tenían sus caras tapadas por un velo. Sabías que no hablarían tu idioma. Solo caminando por calles sin nombre. La ciudad se fue perdiendo en edificios más bajos, hasta que te encontrabas en el desierto. Un vasto desierto donde el camino se perdía lo lejos. Horas más tarde viste a lo lejos una mancha, como si fuese un espejismo. ¡Estabas muy cerca!
El verde cedió al dorado de la arena. Habías llegado. Detrás de las palmeras se elevaba la enorme construcción. Se abrieron las puertas y unas mujeres, cubiertas con suaves velos, te acompañaron. El calor del día cedió a la frescura del interior. Subías las grandes escaleras, las paredes decoradas con increíbles arabescos te decían las maravillas que te aguardaban. En lo profundo de tu sangre comenzaban a hervir oleadas del placer tanto tiempo esperado.
Varias mujeres te llevaron a una habitación donde una gran piscina te esperaba. Te sumergiste sin ropas. Disfrutaste esos instantes previos tan deseados. Las mujeres acariciaban tu cuerpo, lavándolo con suaves esponjas. Finalmente te secaron y vistieron con un atuendo que casi no tocaba tu piel.
Entraste al fin a su gran habitación. Cerraron las grandes puertas y estuviste a solas con ella. Supiste desde el principio cuál iba a ser tu destino. Luchaste por ella. Ahora, era toda tuya. Nunca más las noches sombrías. Ya no te despertarías en la noche, en la oscuridad de la ausencia. Tus sentidos, tu cuerpo, tu mente volarían fascinada por esa mujer que te esperaba. Yo estaba allí contigo.
Al fin la noche se apagó y el nuevo día te despertó en la soledad de tu cuerpo. Nuevamente a caminar por las calles de la ciudad que nunca fue tuya. Deambular entre gentes sombrías. Otro café y las largas esperas. Sueños inútiles para tu alma sin dos brazos en donde guarecerte.
Cuarto viaje
¿Tanto pido? Solo dos manos que me lleven por la ciudad. Dos ojos donde hundirme tranquilo y seguro. Alguien a quien brindar mi cuerpo ávido de cariño. ¡Tanto placer para dar! ¿Quién puede sentir el peso de la soledad? Estoy dispuesto, soñando con la persona que me lleve a hacer hervir mi cuerpo. En las tardes silenciosas cierro mis ojos y te imagino recorriendo mi piel. Cada beso, cada caricia. Mi vientre cálido y húmedo, listo para brindarte todo. Puedo sentirlo ¿Dónde te encuentras? Te busco cada día. Miro las caras de tantos seres perdidos como yo, caminando hacia ningún lado.
Cansado un día levanté mi pequeña valija, cerré la puerta por última vez y partí. No volvería jamás. Quizás en otros horizontes te encontraría. El tren corría mientras los paisajes, casi sin formas pasaban, como fantasmas por la ventanilla. Dos días con sus noches fui un ser casi feliz imaginando una nueva vida. Atrás olvidaría todo. La niebla, el llanto incesante de los días vacíos. Al fin llegué a algún lejano lugar. Bajé en una estación sin nombre. No importaba.
A lo lejos las montañas repletas de bosques me llenaron los ojos y el alma. Se acercaba la noche. El cielo se deshizo en un violeta indescriptible. Arrastre mi maleta hasta un pequeño hotel. La habitación cálida me entusiasmó. La gran ventana miraba hacia las montañas. Por primera vez, en mucho tiempo, un soplo de una tenue felicidad me encendió el alma. Bajé al pequeño comedor. Y allí estaba la vida esperándome.
Pocas personas estaban en sus mesas. Dos parejas, tres hombres solos, seguramente viajantes. La noche llegó y las luces de las calles se encendieron. El ventanal, como una pantalla de cine, nos ofreció el más hermoso espectáculo. Comenzó a nevar. Los copos caían casi sin querer tocar todas las cosas. Un pianista nos ofrecía una tierna melodía. En un gran hogar los leños chisporroteaban en breves y pequeñas explosiones. Trajeron la cena. Saboreaba cada bocado con la certeza que el frío de mi vieja ciudad sería, en adelante, un lejano recuerdo. Entonces te vi.
Bajabas las escaleras. Te detuviste mirando las mesas y pusiste tu vista en mí. Con esa sonrisa maravillosa solo dijiste – ¿Puedo? Me derretiste en el instante que, sin conocerte, me hundí en tus ojos. Esa noche hablamos y hablamos. Una viajera solitaria, caminante de mil caminos. Descubría como vibrábamos en la misma frecuencia. La luz jugaba con tu pelo. Sacudías cada tanto tu hermosa cabeza. Me contabas tus largos años de pueblos y ciudades.
Después de la cena nos acomodamos cerca del hogar. Sonreías y yo supe que me mirabas imaginando mis brazos y yo estaba listo, preparado. Así comenzó el más hermoso camino juntos. Nuestro tiempo empezaba. Todo quedaba atrás, olvidado. Así es la vida, la maravillosa vida cuando, sin imaginarlo siquiera, llega la persona que nos conducirá a todos los días que nos queden.
Esas breves horas pasaron rápidamente. Te tomé de la mano. Subíamos por la escalera, imaginaba que me llevarías al cielo y fue mucho, mucho más de lo que podía siquiera imaginar. Me lancé a tus brazos. Cerré los ojos mientras me quitabas el vestido. Bastaron tus manos deslizándose por mi piel, para que encendieras mi fuego. Tu boca jugó haciéndome dar pequeños aullidos. Pero yo también quise dártelo todo. Te merecías todo mi cuerpo, cada beso, cada placer que supe brindarte. Finalmente nos fundimos en una sola alma, cabalgando juntos en ríos de ternura.
Nos despertamos hambrientos. Felices, dichosos, únicos. Nos volvimos amar mientras un sol tímido brillaba sobre el blanco del campo. Desayunamos frente al fuego. Me contabas tus aventuras y yo embelesada te escuchaba. El chocolate humeante y las tartas dulces nos dieron el impulso. Un rato después corríamos enamorados, hundiéndonos en la nieve. Reíamos lanzándonos bolas de nieve. Hiciste un muñeco para mí. Me abrazaste haciéndome sentir toda tuya. Me dejé car mientras te lanzabas sobre mí besándome una y otra vez.
Al tercer día abordamos un tren, que corría entre los bosques blancos. A lo lejos las montañas azules se abrían hacia otro hermoso pueblo, allí iríamos, juntos ahora, dejando atrás la soledad de viejos y olvidados días.
La hoja terminaba así. Me preguntaba si al fin habías encontrado al amor verdadero, único, definitivo. Toda la tristeza de ese día se abatió sobre mi alma. ¡Entonces te había perdido! ¡No estabas solo! Salí a la calle. Deambulé calles húmedas con la tristeza de un ser abatido. Finalmente, muy cansada, me dejé caer en el banco de una plaza.
Llegué a mi habitación agotada. En la cama el techo comenzó a girar y girar. Daba vueltas sin parar. Tu imagen fantástica, maravillosa, única se abría en mi mente. Imaginaba a tus dedos, jugando con mi pelo. Tu mano corriendo sobre mi. Tus piernas, enfundadas en las gruesas medias de invierno, me incitaban a quitártelas. Presagiaba llegar más arriba. Tu tendido a mi lado esperando el placer. Sentía el calor de tu piel y reías y entonces la vida se iluminaba. El deseo trepaba en cada caricia, en cada palabra que nos decíamos, en cada gemido tuyo.
Fue entonces cuando me pregunté qué me estaba ocurriendo. Corrí a la calle. Te busqué en el bar de Pepe. No estabas. Te busqué en las paradas de buses. En la estación de metro. Pasé horas viendo desfilar miles de caras y no estabas. Así pasaron días. De casa al bar y del bar a buscarte inútilmente por la ciudad. En mi mente la necesidad de tu cuerpo se me hizo insoportable. A la vez crecía en mi alma el convencimiento que la paz solo llegaría cuando te encontrara. Tendría todo el tiempo para cuidarte, protegerte, amarte. Te llevaría al cielo del placer. Sería tu luz. Necesitaba tus gemidos como la más maravillosa y única música que quería escuchar.
Busqué tus ojos. Una mirada, una sonrisa, palabras. Aprender tu historia. Fundirte en mí. Ya nada sería igual ¿Dónde estarías? ¿Eras entonces de otra? ¿Alguien estaría besando tu piel, recorriéndote? ¿Tus sonrisas serían para ella? Con esa insoportable certeza me abandoné. Los sueños no cesaron. Se incrementaron. El deseo y el amor se habían conjugado en mi alma. Eras lo único que podría salvarme de la caída en la soledad. Yo ardía en un infierno. En todo ese tiempo no dejé de buscarte. Quizás, todo no estaría perdido.
Quinto viaje
Una última hoja había quedado sin leerla, ahora la descubría. Esperaba todo menos lo que leía. Mis ojos no daban crédito a tus palabras. ¡No podía ser! ¿Qué ocurre cuando amas a alguien con la fuerza de un huracán? Te encuentras en un desierto, sediento. Corres sobre la arena caliente, hundiéndote más y más. Y el agua fresca se encuentra tan lejos.
Describías un gran salón. Luces tenues. Sillones rojos y mujeres en ellos. Otras bebiendo, apoyadas en una barra. Una escalera trepaba hacia el piso superior. Algunos hombres hablaban con las mujeres. Todas vestían ropas mínimas. Sus cuerpos voluptuosamente perfectos incitaban, generaban deseos. Las manos se tomaban y las parejas desaparecían. La planta superior acogía a los amantes. ¡Y tú estabas allí esperando también!
Estuve a punto de destrozar el papel, de odiarte. ¡Tú, tú no! Luego te llevabas una mujer joven. Reías con ella. Primero jugabas con su pecho. Le desabrochabas la camisa. Te susurraba palabras al oído. La habitación, con olor a tabaco rancio, era tu refugio. Sin más te desvestiste y estuvieron juntos.
Horrorizada seguí leyendo. Las palabras me golpeaban como un martillo. A la madrugada ibas a tu piso, en las afueras de la ciudad. La luz se hacía más tenue. Algunas personas dormían, refugiadas en los portales. Un bar permanecía abierto. Entrabas y devorabas una frugal cena. La lectura me transportó hasta el sitio, a la noche. Tu habitación, pequeña solo tenía un breve mobiliario. Te quedaste allí dormido.
Volví a mi vida, lloré, lloré tanto esa noche. El peso del mundo caía sobre mis hombros. En el dolor más absoluto te necesitaba, no para reprenderte sino para salvarte. Para traerte a la vida, a la luz. Debía cuidarte. ¿Cómo lo haría? ¿Cómo encontrarte entre millones de personas? Miraba por la ventaba. Las luces cientos de ventanas parpadeaban entre la lluvia que había empezado caer. Cuanto más lejos te imaginaba, más crecía mi dolor. No me importaba lo que hacías. No era tu culpa. La vida te había empujada, como las piedras arrastradas por un río sucio.
En la mañana salí a las calles. Necesitaba un plan, un camino que me condujera a ti. Pero no lo tenía. Entonces supuse que viajarías a algún barrio alejado. Empecé a hacer guardias. Unos días iba a la estación del tren y otros a la del bus. Horas interminables me vieron en los mismos bancos. Cada hombre similar a ti me entusiasmaba unos minutos. Seguías perdido mientras poco a poco yo agonizaba. Volvían imágenes de tu cuerpo en mis manos. Besaba, mojaba con mis labios cada centímetro de tu piel ardiente. Escuchaba tu voz, hablándome del futuro. Planeábamos correr juntos por la ciudad.
Un día dejé de buscarte. Mis sentidos se apagaban. Regresé a mi rutina, a mi trabajo, a mis noches. Cada tanto un sordo recuerdo me alcanzaba tu imagen y volvía a desearte, pero duraba poco. Me dormía y el siguiente día me veía arrastrarme por las calles.
Dejé de frecuentar el bar de Pepe. Evitaba todo recuerdo. En esa época me mudé a un cuarto en otro barrio. Otras caras, imaginé que así la vida me llevaría a olvidar. Y volvía a preguntarme ¿Acaso es imposible enamorarse de alguien a quien nunca se cambiaron palabras? ¿Qué es el amor? Yo lo amé durante esos tiempos. Sus historias me perturbaron, llenando mi alma de un agua oscura y viscosa.
Llegó el día en que el peso de los días se hizo insoportable. Cerré mi maleta. Tomé un par de recuerdos y cerré la puerta
El andén ya estaba casi vacío. La gente había abordado el tren. Con pesadez subí, quedándome en el estribo. Se puso en marcha. Algo cruzó por mi alma. Sin pensarlo, salté al andén. Corrí hasta el bar de Pepe. Con el corazón agitado me dejé caer en la silla. El café se enfriaba, sin saber por qué estaba allí. Pepe fue hasta el mostrador y dijo -Pensé que no te volvería a ver.
Trajo un par de hojas y repitió -Se habían caído cuando guardé la carpeta. Estaban detrás de unas botellas. Temblando comencé a leer:
El último viaje
¿Qué hacías tan sola en esa mesa? Me has mirado tanto tiempo. He vuelto, pregunté por ti y me han dicho que no has regresado en mucho tiempo. Te has marchado seguramente de la ciudad. ¿Qué haré yo ahora yo? ¿Cómo le diré a mi alma que te he perdido para siempre?
A mi edad imaginaba encontrar a la persona que me acompañara y me alejara definitivamente de los días de invierno. De las calles indiferentes. Y esa persona maravillosa supe que eras tu. Me mirabas de la única forma que hombre mira a una mujer. Supe que deseabas y ese sentimiento me excitaba aún más. Llegaba a casa y pensaba en nuestros cuerpos juntos. En los abrazos tan soñados, tan necesarios y únicos. Nuestra ropa en el suelo mientras gritábamos de placer. Afuera las sombras aullaban en la noche. Nada nos importaba. Solo la certeza de saber que ahora caminaríamos juntos la vida.
Tantos días cruzaba por la puerta del bar. Miraba tu mesa vacía y me decía: “será en otro día”. Pensaba que, si la vida nos ponía uno frente al otro, correría hacía ti y te besaría hasta llegar a la profundidad de tu alma. No ocurrió. ¿Quién sabe dónde estarás? Seguiré recordando aquel maravillo día en que nuestras miradas se cruzaron y supe que era para ti. Huiré de la ciudad quien sabe dónde ¿acaso importa?