
“La casa de la pantera”
Por Germán Diograzia
La muchacha se llamaba Lía. Tenía dieciséis años y unos ojos tan oscuros que parecían absorber la luz de los pasillos. La habían llevado allí una noche sin luna, en un carruaje cubierto, mientras el viento gemía entre los cipreses del jardín. La casona se alzaba como un animal dormido, enorme, respirando un aire antiguo.
No recordaba por qué estaba allí. Solo que una voz —profunda, sin cuerpo— le había susurrado:
“Escucha, niña… Escucha los ecos de lo que fuiste.”
Desde entonces vivía entre habitaciones interminables. Cada puerta escondía un murmullo, un sollozo o un golpe seco, como si alguien arañara el interior de las paredes. Al principio, Lía pensó que eran los crujidos naturales de una casa vieja. Luego comprendió que eran lamentos humanos.
En el corredor principal la esperaba la pantera. No tenía nombre, o quizás el nombre era la casa misma. Su pelaje era negro, pero no del negro común: era un negro que devoraba las sombras. Sus ojos, amarillos como fuego enfermo, brillaban con una inteligencia imposible.
La pantera no rugía. Caminaba. Y el sonido de sus pasos era el único que podía oírse cuando los gritos cesaban.
Cada noche, el ciclo se repetía.
Primero, un murmullo apenas perceptible; después, un sollozo; luego, una sinfonía de gritos que se alzaban hasta desgarrar la realidad. Lía los escuchaba con el corazón encogido, sabiendo lo que seguía.
La pantera se detenía frente a una de las puertas, la observaba un instante… y entraba.
El silencio posterior era más aterrador que los gritos.
Al amanecer, todo volvía a su orden perverso. Las almas, presas en cada habitación, despertaban del tormento solo para repetirlo. Nadie podía hablar, nadie podía morir. Les habían quitado las palabras, los gestos, la posibilidad de tocar o ser tocados.
Solo les quedaban los recuerdos y el vacío.
Lía empezó a comprender que no era una visitante.
Era una más.
Una noche, decidió seguir a la pantera. La vio internarse en una estancia que nunca antes había notado: una habitación circular, sin ventanas, con paredes cubiertas de espejos. En el centro, una cama infantil y una muñeca rota.
El aire olía a hierro y a lluvia.
Lía se acercó al espejo y vio su reflejo: pero no era su rostro lo que devolvía el cristal. Era el de una niña más pequeña, con las mismas facciones, llorando en silencio.
La pantera la miró desde atrás. Su respiración era un suspiro tibio en su nuca.
Y entonces Lía comprendió.
Ella había sido la primera.
Su alma era el núcleo de la casa.
Las otras existencias estaban atrapadas dentro de sus recuerdos, devoradas una y otra vez por la culpa de algo que había olvidado: una promesa rota, una muerte que no impidió, una traición infantil que costó una vida.
—¿Cuántas veces más? —preguntó sin voz, apenas moviendo los labios.
La pantera se acercó y rozó su mejilla con la lengua áspera.
En su mirada, Lía comprendió la respuesta:
“Hasta que recuerdes.”
Al amanecer, los lamentos volvieron a alzarse.
La pantera se perdió por los pasillos, y Lía, sentada frente al espejo, vio su propio reflejo transformarse: los ojos amarillos, el pelaje creciendo sobre su piel, los colmillos asomando tras una sonrisa resignada. La casa de los ecos había encontrado su nueva guardian