LA ULTIMA CONVERSACIÓN

Para la mayoría, la morgue era el umbral de lo inconcebible, el lugar donde la vida se retiraba en silencio. Para Carlos Mendoza, era su santuario

Para la mayoría, la morgue era el umbral de lo inconcebible, el lugar donde la vida se retiraba en silencio. Para Carlos Mendoza, era su santuario. No uno de oraciones, sino de verdades mudas, donde los cuerpos hablaban sin voz y él respondía con susurros.

Forense de vieja escuela, más arrugas que tiempo libre, Carlos solía hablar con los muertos. No por locura, sino por costumbre. “Los muertos no mienten”, decía con una sonrisa escasa, “y escuchan mejor que los vivos”.

Aquella noche, como tantas, la sala de autopsias parecía suspendida en una eternidad helada. El bisturí se deslizaba con la precisión de un violinista entre músculos y secretos. La luz cenital derramaba sombras largas sobre el rostro inerte de una mujer joven.

Entonces lo sintió.

No un escalofrío, no el crujido de las viejas cañerías. Fue un peso. Un cuerpo sobre el taburete vacío a su lado.

No levantó la vista. ¿Fatiga? ¿Imaginación? Pero la voz llegó, sin vibrar, como un pensamiento encarnado.

—Soy la Muerte —dijo.

Carlos se quedó inmóvil. El bisturí colgó de su mano como una pluma de plomo. Al alzar la vista, la figura que tenía al lado no era espectral ni grotesca. Era un hombre de contornos vagos, como humo atrapado en forma. Pero sus ojos… sus ojos eran pozos de noche sin fondo.

—No temas —dijo la Muerte—. He venido a verte, no a llevarte.

Carlos tragó saliva, sintiendo su propia respiración como un eco en una catedral vacía.

—Lo que haces… es hermoso —continuó la figura—. No solo cortas. Consuelas. Acompañas. Ellos te oyen, ¿sabes? Cuando les hablas, cuando los llamas por su nombre. Les das algo que pocos dan: dignidad.

La voz era suave, como el roce de un ataúd al cerrarse. Y Carlos sintió, por primera vez, que su trabajo —su rutina de bisturíes, informes y silencio— tenía un eco más allá de lo material.

La figura se levantó sin sonido. Su forma se deshacía en la penumbra como niebla dispersada por la brisa.

—Sigue hablando, Carlos —dijo antes de desaparecer—. No estás solo.

Y entonces ocurrió lo imposible.

A su alrededor, los cuerpos comenzaron a incorporarse. No con violencia, no con espanto. Eran miles, todos los que alguna vez pasaron por su mesa. Sus rostros eran serenos, sus sonrisas agradecidas. Algunos asintieron. Otros colocaron una mano sobre su pecho.

Y una luz cálida, imposible en aquel lugar de acero y formol, lo envolvió por completo.

Carlos sintió lágrimas. No de miedo. De alivio.

Y despertó.

Su cabeza reposaba sobre el borde metálico, el bisturí aún en su mano enguantada. Todo había sido un sueño.

¿Un sueño?

Porque al mirar a su alrededor, el aire ya no era tan frío. Y sobre la sábana que cubría el cuerpo más cercano… había una pequeña flor marchita, que él no recordaba haber puesto.

Desde aquella noche, Carlos nunca volvió a sentirse solo. Y en cada corte, en cada palabra susurrada a sus pacientes sin pulso, sabía que alguien —o algo— escuchaba desde el otro lado.

Y sonreía.

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