¿Dónde comenzó la historia? en la isla de San Andrés, un paradisíaco lugar colombiano. Esta hermosa isla se encuentra lejos del continente. Sus aguas de siete colores y sus arrecifes maravillosos ofrecen la calidez del mejor Caribe.
Las vi acercarse por el muelle, Marian y Melinda mostraban sus más de cuarenta y pico de años con una belleza radiante y espléndida. Se detuvieron frente a mi barco, que había alquilado y cruzamos algunas palabras. Poco tiempo después estábamos tomando un café. Me enteré que ambas amigas estaban con sus esposos. Algo me llamó la atención, entre ellas se prodigaban pequeñas sonrisas y hasta alguna caricia de manos. No le di importancia, estábamos en el Caribe y allí todo es sensual.
Yo había viajado sola y ahora ya tenía a dos amigas. Almorzamos juntas. En poco tiempo compartíamos esa amistad reciente como si hiciera años que nos conociéramos. Las dos compartían una gran casa cerca del puerto. La habían arrendado por un largo mes junto a sus esposos. Yo me alojaba en un hermoso hotel, no muy lejos de la suya.
Había llegado a la isla sola. Mi matrimonio se había desintegrado cuatro meses antes, así que me regalé el viaje. Justamente cumpliría, tres días más tarde, cuarenta y tres años. Estaba decidida a comenzar una nueva vida, aunque siempre he tenido serias dificultades para comunicarme. Me cuesta salir del caparazón. Cada noche recordaba mis fracasos en el amor. Las desilusiones, el dolor. Los engaños y hasta una vez el maltrato físico.
En mi último fracaso, mi pareja, durante dos años me prodigó todos los maltratos psicológicos posibles. Intentó degradarme. Y yo los aceptaba, tanto creía amarlo que me echaba la culpa a mí misma. Sufría inmensamente. Me veía horrible, inferior a él. Traté de muchas maneras “mejorar”. Un día, estaba sola, había estado tomando anti depresivos, me miré al espejo y dije ¡basta. Ojalá tantas mujeres que sufren a sus parejas pudiesen despertar del mal sueño y hacer lo mismo. Y ahora me encontraba en un paraíso ¡totalmente distinta! Cerraría para siempre las heridas.
Fueron estas extrañas relaciones, Melinda y Marian, que me permitieron como nunca desinhibirme y abordar su amistad con una gran facilidad. Estaba fascinada con mi forma de ser y muy contenta.
Al siguiente día conocería su casa y a sus maridos, pero no imaginaba a quien más. Alguien que cambiaría mi vida de una forma jamás soñada.
Al mediodía llegué a su casa, un chalet enorme y hermoso, con un gran jardín. Enseguida me presentaron a sus maridos, Philippe y Robert. Reconozco que sentí un poco de envidia, ellas lo tenían todo. Sus maridos eran dos hermosos hombres. Fui presentada por Melinda. Ambos con una gran sonrisa me dieron la bienvenida al grupo. Me esperaban grandes sorpresas ese día y los que estaban por llegar. El almuerzo lo tomaríamos debajo de un gran árbol. La piscina estaba muy cerca, entonces Philippe me llamó al borde de la piscina y sonriente me dijo – Aquí está Marian. Ella surgió del agua. Mostraba su escultural cuerpo, apenas cubierto por un mínimo bikini rojo. De sus pechos resbalaban gotas de agua, hacia su estómago y mojaban tiernamente su sexo.
Melinda anunció ¡el almuerzo! Otra visión fascinante nos sirvió la comida. Una chica de color, con rasgos blancos. Con un pequeñísimo delantal, por toda ropa, se movía alrededor nuestro, con un andar felino, sirviéndonos. No dijo palabra, pero de pronto se quedó unos instantes mirándome, hasta que Melinda dijo con vos severa -Meri, ya está, puedes ir.
Y comenzó la aventura. Los dos matrimonios querían realizar una excursión a bordo de un velero y recorrer las islas cercanas. Las chicas exigían poder desembarcar en pequeñas islas, muchas de allí están deshabitadas. Lo sé pues en varias oportunidades yo había navegado aquellas aguas. Ellos no lo sabían aún, pero yo soy navegante y poseo una gran experiencia.
Cuando escucharon mi currículum no podían creerlo. Se decidió alquilar una embarcación más grande y planificar la ruta. Solo necesitaríamos los servicios de un buen marinero. Persona que yo debería elegir. La chica de color nos atendería y se ocuparía de la cocina.
Acordamos una pronta reunión a fin de preparar itinerarios, y todo lo demás. Dejaron todo en mis manos. Hablamos de un mes largo. Nos esperaban días de sol, calor, playas y vaya a saber que más, una nunca sabe. Una semana antes del viaje fui invitada a su casa, a fin de conocernos más. Las dos parejas y yo viviríamos juntas una semana. Pertrechada con diversas cartas náuticas llegué una mañana.
Mientras almorzábamos me dediqué a observar a sus maridos, ambos algo más grandes que ellas. Curiosamente las dos chicas son muy parecidas, aunque Marian es morena y Melinda pelirroja. Comimos, charlamos y mencioné que me retiraría a descansar. Por la noche definiríamos la ruta a seguir. Melinda dijo que descansaría y Marian le preguntó a su esposo si la necesitaría, Robert tiernamente la dejó marchar.
Ambos amigos se quedaron en la piscina. Yo estaba aún sentada, Melinda pasó al lado de Marian y vi claramente como ambas, disimuladamente se rozaban las manos, entonces, mientras me levantaba miré a ambas y en sus ojos hablaba un secreto.
Tratando de aceptar que aquellas miradas y caricias solo eran casualidades, traté de dormir. Un rato después unos sonidos me despertaron. Escuchaba unos murmullos al lado de mi habitación. Yo estaba en la del medio. A cada lado se encontraba otro dormitorio, para cada pareja.
Intrigada me levanté y salí al corredor, la habitación de la derecha tenía la puerta entreabierta. Los sonidos provenían de allí. Justo enfrente de mí, un ventanal me permitió ver a Philippe y Robert en el parque. Quedé estupefacta. Melinda acariciaba muy suavemente a Marian, que estaba tendida en la cama. De rodillas Melinda la consolaba, Marian lloraba dulcemente.
Todo podría haber sido causado por alguna pelea entre las chicas y los maridos, pero Melinda estaba sin su sostén y mostraba, a la tenue luz de la sala, sus magníficos pechos blancos. Melinda los acariciaba. Los besaba y le decía -No temas vas a estar bien, mi palomita, voy a darte todo lo que quieras. Te quiero tanto. Luego le sacó el bañador y quedó desnuda sobre las sábanas blancas.
Yo seguí allí. Miraba aterrorizada a los dos maridos y volvía la vista a ese cuadro de extrema ternura. Melinda se desnudó y puede comprobar el pequeño vello rojizo que tapizaba su sexo. Ambas se abrazaron. Melinda besó a su compañera y poco a poco llegó entre las piernas de su compañera.
Fue un beso profundo, que seguramente la rozaba una y otra vez, haciéndola gemir. Sus piernas temblaban. Toda ella se sacudía con frenesí y tuvo un orgasmo brutal. Con pasión acostó a Melinda, puso su sexo contra el de ella y ambas comenzaron un juego de subir y bajar, hasta que explotaron en un frenesí de placer.
Yo volvía a mirar, por el ventanal, a los dos maridos. Las chicas volvieron otra vez a amarse, esta vez fue Marian quien bajó al sexo de su amiga y lo besó mientras ella misma se acariciaba el suyo. Cuando ambas terminaron, alguien detrás de mí apareció, era la negrita hermosa. Entonces Marian aun totalmente desnuda abrió la puerta, me hizo pasar seguida por la negrita. – Espero que no tengas prejuicios. Estarás muy excitada o no ¡no lo sabemos aún! Yo tartamudeando, pensando en los dos maridos. Solo dije – ¡no hay problema! Les dejo solas ha sido un día agotador.
Déjenme decirles que yo soy heterosexual, no me incomoda para nada otras relaciones, pero no son lo mío. Me preocupaba lo que pudiese pasar con sus respectivas parejas. Yo estaría a cargo de la embarcación, actividad de por sí riesgosa, lo que menos necesitaba eran problemas a bordo.
Mi viaje a la isla se debió a encontrarme en un momento desagradable de mi vida. Mi tercer matrimonio había colapsado, dejándome en una situación sentimental horrenda. Poco a poco he intentado recuperar mi vida. Necesitaba un nuevo sitio, nuevas amistades, olvidar, sí, olvidar meses en que la separación consumía mis fuerzas.
Aun pensando en mi vida pasada, la voz de Melinda me trajo a la realidad. Melinda se paró. Me abrazó, sentí el calor de su cuerpo, pero no fue más allá, lo que agradecí – Espero que no te moleste y no te hagas problema por los muchachos. Meri te acompañará, es muy buena, ve con ella y disfruta tu siesta.
Efectivamente Meri vino a mi habitación, se denudó sin decir palabras, con mucho tacto le agradecí y le dije que a mí me gustaban los hombres ¡Y cómo! Hacía tanto que no disfrutaba de la vida. Se vistió y sin decir nada se fue. Esa noche me costó dormir. Iba a embarcarme en una aventura que a esa altura de los acontecimientos me preocupaba. La actitud extraña de los maridos me obsesionaba. ¿Sabrían de la relación de sus mujeres? ¿Sería gays? ¿Y la chica de color?
Mientras me dormía me acosaron los viejos recuerdos. Mis fallidos matrimonios. Esa extraña conducta que nos hace aceptar los golpes, pensando que mejorará, que todo será distinto. Pero los golpes siguen y hasta la vida está en juego. Luego llegó otra pareja, nuevas esperanzas y otra vez el dolor, aunque distinto. El maltrato psicológico. Llegué a aceptar que yo no valía nada. Que no era suficiente para él. Así pasó mucho tiempo. Los antidepresivos terminaron de obnubilarme, dormirme, aceptar. Y un día una fuerza desconocida me levantó del piso y me dijo ¡basta! Y aquí estoy. Viviendo, respirando el aire a bocanadas. El espejo me devuelve la imagen de una mujer nueva, hermosa y libre. Todo es posible ahora,
Al día siguiente me dije que mi vida había sido monótona desde la separación, quería aventuras y ¡vaya que las tendría!
Durante la reunión estuve tensa. Desplegué las cartas náuticas sobre una gran mesa. Los dos maridos miraban y hacían comentarios sobre los vientos de la temporada, lugares donde nos quedaríamos algunos días, etc. Yo no estaba a esa altura para explicar nada. Así acabó aquel día de locos. Que se repetiría de la misma forma.
El día, antes de la partida, todos menos Marian y Meri, se fueron a comprar las provisiones para el viaje. Marian me llamó a la sala, quería hablar conmigo. Me preguntó si yo tenía algún problema con la relación entre ellas. Le dije que para nada. Que contaran con mi discreción. Me agradeció efusivamente mientras tomaba mis manos. Me propuso pasar la tarde juntas, que ella amaba a Melinda pero que ambas deseaban tener una relación abierta conmigo. Igual que con Meri le expliqué mis gustos sexuales. Ella, muy tranquila me dijo que no había ningún problema. Le hizo una seña a Meri y ambas desaparecieron. Me retiré a mi habitación y al pasar por su cuarto las vi. Habían dejado la puerta abierta, quizás para que yo las mirase. No pude evitar la tentación.
Marian había sido atada por las muñecas a los bordes de la cama. Estaba vendada, con las manos atadas en la cama. Meri la azotaba suavemente las nalgas una y otra vez. Luego, ya suelta, ambas jugaron una y otra vez. Tuvieron varios orgasmos. Su piel tersa y perfectamente bronceada dejaba correr algunas gotas de sudor que se deslizaba buscando los labios abiertos de su sexo. Toda esa función sexual a mí no me despertaba más interés que descubrir que ocurría allí.
No tardé en encontrar un timonel John. Un formidable finlandés de cuarenta años, con una trayectoria impecable. Mucha experiencia marinera. Lo contratamos sin más. Jamás imaginé en ese momento como cambiaría mi vida.
Y llegó el gran día. El barco estaba aprovisionado para disfrutar las mejores comidas, vinos y demás. Meri se ocupó de armar convenientemente la cocina y distribuir los alimentos. Salimos del puerto a motor. A unas millas de la costa lo apagamos y levantamos las velas. No esperábamos problemas. El clima se anunciaba perfecto en toda la ruta. Claro no podíamos saber lo que nos esperaba.
Los dos primeros días navegamos muy cómodos. Quizás muchos desconozcan que un barco a vela escora, es decir puede inclinarse. Imaginen estar en su casa y de pronto el piso se inclina para un lado u otro, sube o baja. Todo fue bien, al principio.
Contábamos con cinco camarotes tres muy amplios, con su baño y un cuarto más pequeño. Uno para cada pareja, el tercero para mí, otro para John y el último para Meri. Para mi asombro no fue así. El primer día las chicas dijeron que de ninguna manera las compartirían con sus esposos. Según ellas roncaban y no las dejarían dormir. Que ronquen juntos dijeron. Los hombres protestaron poco. Todo estuvo casi claro desde el principio.
El tercer día había amanecido con un viento regular de través, del costado de estribor. Avanzábamos bien. Aún faltaban tres días para llegar al primer cordón de islas. Todas deshabitadas, eso habían pedido las chicas ¡nadie! Entonces, sin previo aviso vi lo que se nos venía encima.
El plóter, que es como un radar que señala el clima varias millas adelante, mostraba una tormenta enorme. Sería imposible evadirla. Informé la situación. Aseguramos todo. Recogimos las velas, dejando solo una pequeña en proa. Las chicas se asustaron mucho. Les dije que el barco era seguro. Era una mentira. En el mar ningún barco es absolutamente seguro.
Hacia las tres de la mañana llegaron las primeras rachas de viento. El cielo negro se iluminaba a lo lejos con los relámpagos. Iba a ser muy duro. Antes que la tormenta llegara con toda su furia, fui a recorrer la cubierta y corroborar que todo estuviese bien atado. Agachada y asegurándome de cada lugar, para no caer al agua, miré por la claraboya del camarote de las chicas. Y me quedé mojándome, y entendí por qué las chicas dormían juntas.
Se abrazaban. Marian besaba a su compañera con un frenesí único. Recorría su cuerpo. Mojaba, con su lengua los pezones endurecidos de Melinda. Ella jugaba con el pelo de su amante. Yo seguía empapándome aferrada a una soga firme. Melinda colocó una almohada debajo de la cola de Marian. Puso su cabeza entre esas piernas inmensamente largas. Comenzó el juego. No podía escuchar los gemidos de tanto placer. El mar me lo impedía.
Y comenzó la tortura. No voy a aburrirlas con lo que implica una tormenta en pleno mar. El barco subía, trepaba las olas inmensas y luego caía y caía, hasta la siguiente ola. Fue una larga y terrible noche. John se comportó como un excelente marinero. Su gran experiencia me permitió concentrarme más tranquila en plena tormenta. Mi vida pasada, mi ex marido, todas las tristezas parecían tan lejanas. Eso ocurre cuando al fin rompemos con el pasado y comenzamos realmente a vivir en plenitud.
En la mañana tuve otra sorpresa. El mar se había calmado y continuábamos mucho más relajados. Yo estaba timoneando en popa. Philippe se hizo cargo del timón y fui a proa. La embarcación tiene una gran zona donde es posible tomar sol. Las dos chicas sin decir una palabra se miraron. Se quitaron los bañadores, quedando totalmente desnudas. Se acostaron, una al lado de la otra. Yo a esa altura, sin decir nada, me recosté también al sol.
Más tarde Meri llamó a almorzar. Yo no podía dejar de pensar en los dos maridos, que seguían siendo una incógnita.
-Se enfría el almuerzo, gritó Meri. Se colocaron solo la parte de abajo de sus bañadores y así comimos.
Pensando en tener tiempo libre hice la guardia de la tarde. A la noche le tocaba a Phillipe, que a esa altura también se ocupaba del timón. Acostada en mi litera empezaron los gemidos, en el camarote de las chicas. No tuve ganas de pensar en lo que pasaba ni en los maridos. En ese momento golpearon a mi puerta.
John me invitó a cenar. Debo decirles que él me produjo, desde el principio, una muy buena sensación. Los días pasaban y su presencia me agradaba más y más. Fue una noche maravillosa, ambos nos descubrimos. Dicen que lo principal en una pareja es la química ¡y allí estaba! Durante esas horas nos contamos nuestras vidas. Coincidimos en muchos aspectos. ¡hasta nacimos el mismo día! Un tres de septiembre. Decidimos no apurar nada. Aunque para decirles la verdad yo estaba muy excitada.
El agua comenzó a brillar al lado del casco del barco. Eran las noctilucas, unos pequeños moluscos fosforescentes ¿Qué más podía pedir? Y sí, faltaba algo más.
Al siguiente día John, al más antiguo ritual se me declaró. Simplemente preguntó ¿para qué esperar? Comprendió mis miedos. Mis fracasos, él también los había tenido. Y no esperamos. Me entregué apasionadamente, rogando que la vida no me volviese a defraudar.
Amanecimos abrazados. Se despertó y dijo -Otra vez. Y nuevamente nos amamos, pero ahora con menos tiempo, había que preparar el desayuno, nos disfrutamos maravillosamente.
Hacia las tres de la tarde de ese día, Marian gritó – ¡Tierra! Fue cómico, todos entusiasmados, por la banda de babor gritando
– ¡Tierra a la vista! En realidad, una hora antes yo ya había visto el radar y la carta náutica. Estábamos frente a una de las tantas islas desiertas, a decenas de kilómetros del continente.
A la tarde ya habíamos anclado y asegurado al barco. El mar en calma. Podíamos ver el fondo a varios metros debajo nuestro. El ancla se veía bien firme. La isla mostraba una playa angosta de arena tan blanca que parecía pintada. Palmeras bordeaban todo el perímetro. Una foresta, que invitaba a disfrutar de la sombra, nos esperaba. Ahora vendría lo bueno.
Preparé un flotador, arriba coloqué una caja estanca, con provisiones, bebidas, hielo y mantas para un hermoso picnic. La remolcaría con una cuerda. Busqué aletas, lunetas y snokels para todos. Grité ¡Al agua! Fue Philippe quien dijo -Yo no voy. -Yo tampoco, a coro balbuceó Robert. ¡No sabían nadar y le tenían miedo al agua! Les expliqué que se colocaran los chalecos salvavidas, que con John los ayudaríamos. No quisieron.
Las chicas saltaron al agua y las seguimos, con las provisiones a remolque. Melinda y Marian se habían alejado, llegando casi a la costa.
Cuando toqué el piso y me reuní con las chicas, miré al cielo y exclamé ¡Gracias Señor! Estábamos en el paraíso.
Nos alejamos un poco de la costa, no querían que, con los prismáticos, sus maridos nos viesen. Encontramos un lugar despejado. Tendimos las mantas y preparamos las viandas. Melinda sin decir palabras abrazó a Marian. Se besaron largamente. Se quitaron los bañadores y se recostaron en una de las mantas. Meri sonriendo dijo – ¿Se excitan mucho, no es así? Sonreímos con John y buscamos nuestro propio lugar, más apartado.
Mientras preparábamos nuestras bebidas, comida y una manta, veíamos a las dos chicas amarse desenfrenadamente, gimiendo y gozándose. Un amor irrefrenable, autentico y hermoso. Marian se levantó, abrió una botella de champagne, derramó un poco por sus pechos caoba y le dijo a su compañera – ¡Bebe! Ella profería pequeños gritos. Nos internamos en la foresta y dejamos a las tres.
Tuvimos una experiencia maravillosa con John, hicimos mil planes para nuestro regreso, pero no perdimos un minuto de tanta felicidad. La bebimos a grandes tragos.
Al siguiente día, los dos maridos, al parecer muy divertidos. Estuvieron pescando. Se pasaron un poco con las bebidas y quedaron dormidos, luego del almuerzo, por largas horas. John y yo aprovechamos para descansar, nos hacía falta.
Esa noche, a Melinda se le ocurrió que nadáramos todos, menos los maridos claro, a la playa y fuimos. Marian fue desnudada y atadas sus manos a una palmera. Melinda le golpeaba las nalgas con una rama, a modo de látigo, ella gritaba y gemía, Un poco de dolor y todo el placer. Luego fue el turno de Melinda que pidió que le hiciera Marian el amor. Más gritos, más gemidos. La Luna iluminaba esa orgía de caricias, mimos, suspiros, gritos, pedidos y besos. Nosotros dos buscamos un lugar y simplemente, tomados de la mano disfrutamos ver a la luna inmensa que nos regaló su luz de caramelo, desde un horizonte encendido. Muy tarde regresamos al barco. Los maridos dormían profundamente.
Nunca en todo el viaje vi a los matrimonios juntos. No supe qué diablos pasaba allí, pero no me importó, había encontrado un nuevo camino. La vida me otorgaba otra posibilidad. Un hombre maravilloso inunda mi alma de felicidad y sobre todo de tranquilidad. Esa paz que rara vez logran las parejas. Tranquilidad que requiere mucho cariño y obvio una perfecta química. John ha nacido en otro país, tiene otras costumbres, pero es un ser que me mima y me hace sentir dichosa, valorada y sexi.
Me gustaría terminar el relato con un consejo para todas aquellas mujeres que sufren una relación que ya no quieren o quizás se encuentre en la soledad y sientan la pérdida. No se asusten, no se depriman, las posibilidades son enormes. Alguien va a estar esperándolas