Relato del libro De la inocencia a la Furia
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La hija del pecado
Nacida de una madre soltera, Encarni lleva el estigma de ser «la hija del pecado», una etiqueta que la condena a la marginación y al rechazo. Sin embargo, en su corazón arde una llama de esperanza, alimentada por su espíritu indomable.
A través de sus ojos, el lector será testigo de la vida cotidiana de seres sometidos, de esos tiempos e irá descubriendo profundos secretos y descubrimientos, de una España que fue, en una carrera hacia un final alucinante, que une el pasado con el presente.
RELATO SECRETO DE CONFESIÓN Encarni visitaba la casa de una niña a le que le decían Gracia Mari. Su familia poseía fortuna, un bue negocio de carnes. Estaban bien considerados en el pueblo. Todos la trataban bien, la abuela, Mamá Andrea y la madre de la niña, Rosario, la del helado (le decían así pues vendían helado en los veranos) Otra vez la carga sobre su vida se hizo presente. El hijo más grande llamado Juan aborrecía a Encarni. Cuando él llegaba, ella debía escaparse a riesgo de ser sacada por los pelos. La abuela y la madre le decían que era una buena niña. ¿Por qué hacía eso? Pues los Falangistas le habían dichos que Encarni era hija de madre soltera. Gritaba —¡No la quiero aquí! Es hija del pecado, una mala influencia para Gracia Mari. Había llegado el tiempo de la madurez, Encarni sabía a qué se refería Juan.
Un día no pudo visitar más a su amiguita. Una noche, antes de dormirse y preguntarle Dios cuál había sido su culpa tomó una decisión. Comenzó a seguir a Juan, con mucho cuidado. Disimulaba, vendía sus flores o lo que pudiese encontrar, en tanto observaba. Una tarde, escondida detrás de unos arbustos, vio a Juan, un perro abandonado lo siguió, seguramente buscando compañía ¿Que hizo el mal nacido? castigó con un palo al pobre animal. Quedó herido, Encarni lo curó como pudo.
Juan, aparentemente, era muy religioso. Un domingo Encarni estaba sentada en uno de los últimos bancos, en la iglesia. Allí estaba Juan, compungido, arrodillado, abriendo se boca para recibir el cuerpo de Cristo en una galletita. Lo vio salir, limpio, puro, se había confesado y comulgado. Sus ojos se cruzaron por unos segundos, breves pero suficientes. Lo siguió. Él se dio cuenta y le gritó —¿por qué me sigues? Ella con su pequeña y dulce vos le dijo —Ayer soñé contigo, un ángel me contó del perro que casi matas, me dijo que confesarte no te libra de ninguna culpa, al contrario, te acercas más al infierno, solo es cuestión de tiempo. El muchacho, sin dar crédito a lo que había escuchado se quedó paralizado, Encarni se alejaba contenta y feliz. No podría denunciarla. Desde aquel día, cuando la veía venir, se cruzaba de vereda.
Mucho tiempo después, ya siendo adulta, Encarni reflexionaba sobre la culpa y el castigo. ¿Culpa porque supuestamente en el principio de los tiempos Adán y Eva habían comido una fruta y habían aprendido el conocimiento que un Dios terrible no permitía compartir con sus hijos? ¿Por qué debía pagar ella por esa superchería? ¿Cómo vivir en una sociedad sumida en la ignorancia y la oscuridad? ¿Qué hacer cuando la mayoría de las personas aceptan el mal y creen que hacen el bien? Preguntas que aún hoy, después de tantos años, aunque en menor escala, siguen aferrados a credos que los convierten en seres de pocas luces. ¿Por qué no aceptar la vida con indulgencia y tolerancia? ¿Para qué adorar a un Dios? Lo supo, aunque nunca perdió su fe, comprendió que las iglesias lejos de salvar al hombre lo someten vilmente.