Los que se arrastran en la niebla

Los que se arrastran en la niebla

Luis avanzó con pasos inseguros por la calle adoquinada, sintiendo la humedad pegajosa en la piel. No recordaba haber tomado un desvío, pero el pueblo que ahora lo rodeaba no aparecía en el mapa. Las luces parpadeaban en la distancia, como si el lugar entero respirara con dificultad.

El hotel debía estar cerca. Eso le había dicho el conductor del autobús antes de dejarlo en aquella parada solitaria, justo antes de acelerar y desaparecer en la bruma sin darle tiempo a hacer más preguntas.

El silencio era espeso, apenas roto por el eco de sus propios pasos. Y, sin embargo, comenzó a sentir una presencia.

Al principio pensó que era su imaginación. Pero algo parecía moverse. La niebla se espesaba en patrones definidos, como si personas se estuviesen moviendo en ella, deslizándose como sombras líquidas. Sin embargo, no estaba seguro, detuvo sus pasos, la niebla se inmovilizó.

Un olor agrio se metió en su nariz, algo rancio, como carne dejada al sol mucho tiempo.

Luis apretó el paso y entonces estuvo seguro que lo seguían. Apuro el paso y comenzó a correr, a escapar, no sabía de qué.

La niebla se abrió unos metros y vio un sendero estrecho que se adentraba en el bosque. Se lanzó hacia él sin pensar, las ramas le golpeaban el rostro y las raíces intentaban hacerle tropezar. Detrás, el sonido de algo moviéndose entre la bruma se volvía más cercano. No eran pasos. Era un deslizamiento suave, como piel húmeda arrastrándose sobre piedra.

Miró hacia atrás y un frio le recorrió la espalda, la niebla había dejado paso a figuras, formas extrañas, bamboleantes, demasiado altas para ser lugareños.

De pronto la vio, una cabaña de madera se alzaba, inclinada como si estuviera a punto de derrumbarse. La puerta estaba entreabierta.

Luis la empujó y se deslizó dentro, cerrándola tras de sí con manos temblorosas.

El interior olía a madera podrida y encierro. Apenas podía distinguir los muebles viejos cubiertos de polvo, pero había una ventana. Se acercó, con el corazón golpeándole el pecho, y con una mano temblorosa limpió el cristal sucio con la manga.

Lo que vio al otro lado lo hizo retroceder, conteniendo un grito.

La niebla se removía como si tuviera vida propia. Las figuras se reunían frente a la cabaña. ¿Pero que eran? No hay peor terror que no poder ver al peligro.

Eran altos, demasiado delgados, con extremidades largas y torsos deformes que se curvaban en ángulos imposibles. No podía ver sus rostros, solo un contorno gris, serpenteante, que la luna se empecinaba en iluminar. ¿Qué era aquello?

Uno de ellos giró la cabeza sin ojos hacia la ventana. Y aunque no podía verlo, Luis supo que lo había encontrado.

Retrocedió buscando una salida, tropezando con algo en el suelo. Al apartar los escombros con las manos temblorosas, descubrió una trampilla.

Sin pensarlo, la abrió y descendió por una escalera irregular de piedra húmeda que se perdía en la oscuridad.

El frío subterráneo le erizó la piel. A cada paso, la penumbra se cerraba a su alrededor, el aire se volvía denso, pegajoso. Arriba, la trampilla se cerró con un golpe seco.

Silencio. Luis contuvo la respiración. Algo se movió en la oscuridad. Sintió horrorizado un roce. Luego un débil susurro. Algo húmedo y áspero tocó su pierna. Luis ahogó un grito. Y entonces sintió que lo atrapaban

Lo arrastraron con una fuerza imposible, golpeando su cuerpo contra los escalones de piedra. Trató de aferrarse a algo, pero sus dedos solo encontraron vacío. De repente, volvió a estar en el bosque. Las hojas y la tierra húmeda pasaron por sus mejillas. Los árboles deformándose en sombras alargadas. En un instante abrió los ojos desesperado y vio a su captor, los demás lo seguían.

Antes de cerrar por última vez sus ojos, sintió cómo lo arrastraban de nuevo. Y comprendió que nunca había escapado.

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