Los secretos de la gruta de Archidona

Un secreto de Archidona guardado por décadas, Encarnación Reina Sánchez nos relata magistralmente el descubrimiento , siendo ella niña, de una gran gruta, en ella encontraría lo que solo ahora en su libro «De la inocencia a la furia» relata: una gran gruta , en plena montaña y allí encontrará a una pareja y su hija, escondidos de las temibles falanges. Juntos descubrirían pertenecías del bandido Roldán.

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El descubrimiento de un mundo bajo la montaña

En la tormenta de nieve

El invierno estaba siendo extremadamente frío. Las gentes, ateridas, salían poco, solo lo imprescindible. Los pobres se reunían alrededor de un hornillo de carbón o de una improvisada chimenea. Se sufrían las penurias del invierno. Mientras en casa de los ricachones la vida transcurría agradablemente, siempre protegidos.

Encarni había salido a casa de una conocida a buscar un encargo de su madre. Estaba abrigada, sin embargo, se había mojado. Había comenzado a nevar copiosamente. En minutos todo cambió, comenzó a soplar un viento cargado de cristales de hielo, Se cubrió la cabeza como pudo. El camino había desaparecido, ahora todo era blanco, el pueblo ya no estaba. Sin saberlo se acercaba a un cruce de caminos, había caminado y se encontraba fuera del pueblo. El camino subía, comprendió que se había perdido, supo que su vida estaba en peligro. Si no encontraba refugio moriría. Ya no pensaba en encontrar el camino de regreso a su casa. Aterida, temblando vio la pared de piedra que se dejó ver apenas entre la niebla. Corrió hacia ella. Debía encontrar algún refugio para evitar la nieva. La providencia la ayudó. Un grupo de ramas se desprendía de la pared, entonces un pájaro salió volando de entre las ramas. ¡Había encontrado una abertura en la piedra! ¡Allí estaba su refugio! Con temor ingresó. Podría haber algún animal y ¡lo había! Un perro flaco la saludó, se le restregó entre las piernas, no estaba sola. Dos almas tan separadas en la soledad y el infortunio y tan necesitadas. Ese pequeño ser la acompañaría luego muchos años como su fiel amigo. Lo llamó Nerón, ese nombre ridículo para un perro tan maltratado, le daban a Encarni, cierto aire de fuerza y poder.

Ella siempre llevaba una caja de fósforos, encendió una y vio que se encontraba en una caverna. Cogió un palo, le enroscó un pañuelo y lo impregnó con alcohol, su madre le había encargado un bote. Con temor, pero acompañada por su amigo dio unos pasos, la caverna corría debajo de la montaña, a lo lejos escuchó el sonido del agua. Un río correría allí adentro. Comprendiendo lo peligroso que sería internarse más adentro, regreso un poco antes de la entrada. Encontró unas ramas y encendió un fuego. El perro se enroscó muy cerca. Ella se sacó la ropa mojada y la secó. Pensaba en lo preocupada que estaría su madre, pero no podía hacer más. Estaba cansada, antes de dormirse comió unas galletas que llevaba, Nerón también las probó.

Se despertó cuando el perro le lambeteaba la cara. La nieve había cesado. Salió de la cueva y a lo lejos vio el pueblo. Se había salvado., pero también había hecho un descubrimiento único. Esa cueva seguramente era inmensa y no se conocía en el pueblo. Sería su secreto.

Regresaba a su casa, su madre había pedido a los vecinos que se organizara una partida de búsqueda, la encontraron cuando ingresaba al pueblo. Su madre saltaba de alegría. Muchas noches le agradeció a Dios por haber salvado a su hija. Nerón tuvo siempre un lugar en su casa.

 La cueva, un mundo nuevo

Había pasado el invierno. Los árboles ya habían florecido y lo cielos impecablemente celeste contrastaban con el verde de la gramilla. Encarni casi había olvidado la vez que perdió en la nieve.

Un sábado casualmente pasó por el mismo lugar, donde, tiempo atrás se había perdido durante la tormenta de nieve. No le había contado ni a su madre lo de la cueva, tampoco la había visitado. Algunas noches se preguntaba que habría allí y por qué nadie la conocía. Todo el pueblo se conocía perfectamente y todos sus alrededores y caminos. Una mañana de verano, en que su madre trabajaba en el campo, se dirigió a la cueva. Llevaba un palo, trapos y aceite. No le fue fácil encontrar la entrada, la hierba había crecido. Nadie podría haber visto casualmente la entrada a la cueva.

No tenía temor, la entrada estaba tan tapida de ramas que hacían imposible a un animal ingresar y menos a un hombre. No había riesgos, aunque se dijo que tendría mucho cuidado, desconocía lo que podría encontrar.

Ingresó y encendió la antorcha, antes de emprender el camino hizo algo inteligente, llevó un gran ovillo de hilo. Lo ató en la entrada, lo iría desarrollando a medida que avanzaba, si perdía podría regresar sobre sus pasos.

De pronto un panorama extraordinario se desplegó ante sus ojos, no era una cueva, era una enorme estancia, la luz no llegaba hasta el techo, estaba debajo de la montaña. Avanzó varios pasos, el suelo bajaba en una pendiente suave. A lo lejos se escuchaba correr agua. Seguía desarrollando el ovillo de hilo. Ahora caminaba por un estrecho corredor. El sonido del agua se hacía más fuerte, no era un pequeño arroyo, allí adelante corría un río. Finalmente, ingresó a una gran sala, quedó pasmada, una cascada se precipitaba sobre una gran pileta, ¡el agua estaba iluminada desde abajo! La belleza del lugar la emocionó ¡había hecho un descubrimiento extraordinario!

Se quedó sentada allí maravillada. Descubrió a una débil luz que se filtraba de uno de los bordes del techo, caía sobre el agua dándole un color azulado maravilloso. De pronto escuchó un movimiento detrás suyo, se horrorizó ¡era Nerón! Su fiel compañero de aventuras.

Así Encarni y Nerón tuvieron solo para ello esa maravilla que la naturaleza les regalara.

Regresó a su casa con una certeza, ese refugio, pues sería eso, no lo compartiría con nadie. La vida se lo había regalado solo a e ella. Pensó que si lo comentaba lo perdería. No la dejarían disfrutarlo. Los ricachones se lo adueñarían, el Padre Vicario hablaría de milagro. Así la niña pasaba junto a Nerón, muchas horas en ese santuario.

Días después regresó a su descubrimiento, Nerón contento la seguía. Había preparado otra antorcha y otro gran carretel de hilo, descubriría que había más adentro. Como precaución guardó más fósforos y una rama recta y firme le serviría de apoyo y para ir probando la rigidez del suelo. Preparó un saco non comida y ropa de abrigo. Y se lanzó a la aventura. Su madre estaba en el campo por lo que tendría muchas horas de libertad.

En la cueva se dirigió hacia el fondo, el lugar donde de achicaba formando un pasadizo que conducía a la cascada y a la gran pileta. El piso de abría y caía muy abajo, donde seguramente corría el río. Más adelante el camino la condujo a una estancia más pequeña que se abría en una sala mucho más amplia. El techo ahora reflejaba débilmente los parpadeos de la antorcha. El aire movía la llama. Debería venir de algún lugar abierto, más adelante.

Encarni desarrollaba el carretel de hilo con mucha precaución. Sabía que no podría regresar sin él. Muchos niños habían desaparecido ¿sería esta cueva causa de ellos? Tuvo temor, pero sus ansias de aventura la impulsaban a seguir, allí había algo, estaba segura. Miles de estalactitas colgaban peligrosamente del techo. El agua, filtrándose había creado esas mara-villas.

El aire comenzó a calentarse, se daba cuenta que estaba muy adentro en la montaña. Entonces vio una luz adelante. Encontró una pequeña abertura y profirió un grito, no podía creerlo, la cueva había desaparecido. El cielo, limpiamente celeste, se veía muy arriba. La montaña había abierto un enorme claro, imposible de ser visto desde arriba. Se encontraba en una hondonada, resguardada por la montaña. Una playa de arenas blancas era acariciada por unas aguas turquesas. Un bosque de pinos ocultaba, en un extremo la pared de rocas. Fue hacia él y éste a su vez dejaba lugar a un campo de extrañas flores, que llegaban hasta la cintura. Brillaban por la luz que llegaba desde lo alto. Suaves, tersa, dejaban al roce de la mano, un fino polvo rojo iridiscente, que desaparecía enseguida impregnándolo todo con un aroma dulce y maravilloso

Caminó a lo largo del agua y descubrió arboles fútales, plantas de maíz. Se sentó al lado de las raras flores y comió algo, pudo tomar agua fresca que la misma montaña le ofrecía. Se durmió cansada. Cuando despertó el cielo estaba pálido, habían pasado horas. Regresó lo más rápido que pudo a su casa. Agotada llegó, minutos después su madre abría la puerta. Le dijo que seguramente había pasado un día muy aburrida. Encarni no dijo nada, ahora tenía nuevo mundo para ella y para su fiel Nerón

Nerón el lobo

Durante esa temporada, se quedaba largas horas del día sola, aunque a veces su madre la llevaba al campo. En los tiempos de las cosechas de aceitunas Encarni, con su pequeño cuerpo, solía levantar grandes sacos repletos de aceitunas y llevarlos hasta el camión. Esos trabajos y otros, extremos para ella, los realizaba sin quejas. Soñaba, soñaba como cualquier niña con juegos. Pero lo que más ansiaba era regresar a su mundo, le había puesto un nombre: “Nard”. Ahora tenía su propio mundo. Nadie podría quitarle ese inmenso tesoro. Por las noches le agradecía a Dios por ese inmenso regalo. Sin embargo, aunque aún no lo sabía, la vida le regalaría mucho más.

El verano se encontraba en su apogeo, hacía demasiado calor. Tomó un saco, como siempre, su palo, trapo y combustible para la antorcha y también una pequeña linterna. Nerón contento, saltando de alegría, la seguía. La entrada no había sido descubierta, pues estaba lejos del camino. Un pequeño sendero de cabras trepaba hacia la montaña, entre dos grandes rocas crecían tupidas plantas, que ocultaban la entrada. A pesar de las temporadas secas, recibían siempre un hilo de agua que las mantenía frescas y abundantes.

Como siempre desplegó el carretel de hilo, des la entrada. Aunque podría recorrer todas las grutas y llegar al pequeño lago y al bosque, con los ojos cerrados, aún quedaban muchos pasillos sin recorrer y podría ser peligroso, además nadie sabía dónde se encontraba.

El sol había comenzado a descender, pero aún estaban muchas horas para regresar. Encarni y Nerón disfrutaban la pequeña playa al borde del bosque. Del otro lado la abertura en la roca comunicaba con el pasadizo que conducía a la gruta más grande, cerca de la entrada. Encarni notó como vapor sobre el agua, se incorporó tocó el agua! ¡Estaba caliente! Otro regalo se le ofrecía, ahora tenía para sí un baño termal. Se quitó parte de la ropa y se introdujo en el agua. Quedó flotando. Muy arriba unos grandes pájaros revoloteaban dando vueltas. Cerró los ojos ¿Qué más podía pedir? El agua, el mar y cualquier lugar donde pudiese flotar libremente, serían siempre una fuente de libertad y placer.

Feliz salió de agua y se secó. De pronto Nerón, de un salto, desapareció en el bosque. Minutos después, con el hocico ensangrentado, trajo una libre muerte. La dejó a los pies de la niña. Él se había alimentado, con las manos vacías.

Se echó sobre el regazo de la niña, buscaba caricias. El animal había crecido notablemente. De estar delgado y con la mirada caída, se había transformado en un ser esbelto, de pelo brillante y mirar profundo. Encarni nunca lo había escuchado ladrar, solo, cada tanto algún gruñido. Entonces mientras ella acariciaba su gran cuello, se levantó, alzó su cabeza hacia el cielo y por primera vez pronunció un largo y maravilloso aullido. La niña lo abrazó con ternura y agradecimiento, le habían mandado a esa criatura para cuidarla y protegerla. Bastaba una orden de ella para que Nerón acudiese. Ya nadie podría lastimarla.

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