Siendo yo un niño, mi abuelo me narró una aventura. Él viajaba, como primer oficial en un barco carguero, en los lejanos mares índicos. No recuerdo por qué razón la nave hizo escala en una remota isla. Desembarcaron en una precaria chalupa (el lugar carecía de desembarcadero) Dos días permaneció allí, junto al capitán. Posiblemente compraban perlas a los nativos (recuerdo haber visto algunas en su casa)
Un viejo isleño, arrugado por miles de soles y con una voz casi gutural, en un retorcido inglés, balbuceó lo que sigue: mi abuelo tal vez por inspirarle compasión, se sentó en un tronco a su lado. “Yo era muy pequeño cuando toda la tribu fue a la playa. Unos grandes barcos, que nunca habíamos visto, altos como árboles, estaban frente a nuestra isla. De ellos bajaron en cortos botes, extraños hombres con ropas que brillaban. Pasaron varias lunas. Mi padre nos contaba que debíamos dejar a nuestros dioses, al sol, que nos había protegido hasta entonces, al mar que nos alimentaba, a la foresta que nos proveía de hierbas curativas y animales. Yo no entendía.
Entonces él puso sobre nuestra mesa una cosa rectangular, que luego supe era un libro, con una extraña cruz.
Así adoramos a un único Dios. Años después ellos nos hicieron cortar la selva y trabajar la tierra. Nos dijeron que éramos libres y que ahora cobraríamos con trozos de metal por lo que hacíamos. Recuerdo a mi madre preguntar ¿para qué sirven esos metales?
Ya siendo un muchacho la foresta casi había desaparecido y también los animales. Los blancos trajeron tiendas y luego llegaron más y más gentes. Nuestras chozas, a la orilla de la playa, desaparecieron.
Se hizo difícil caminar por las innumerables pequeñas calles que dando vueltas y vueltas conducían al centro de la isla. El arrecife murió, arrasado por los deshechos tirados al mar. Algunos de los isleños reían a y adoraban a los blancos, ahora disfrutaban de la energía eléctrica. Y llegaron grandes mejoras, aparatos eléctricos que nunca habíamos visto.
El viejo se durmió con un largo ronquido. De pronto se despertó un instante y dijo ¿a qué no logra llegar al centro del pueblo por el laberinto de calles? Mi abuelo murió años después y había olvidado esa historia.
Hasta que en un mundo absolutamente distinto llegaron las elecciones para votar a aquellos que van a representarnos. Entonces recordé a aquel viejo perdido en el tiempo. He hice un recuento de mi vida. Me dije a) vivimos en una democracia: ergo elegimos a nuestros representantes. b) Éstos nos representan, realizan las mejores acciones para el bien común. c) Entregamos parte de nuestra libertad para que el Estado nos cuide d) Contamos con la Justicia para asegurarnos igualdad ante la Ley.
Y lo más importante ¡Somos libres!
Puedo ir donde sea. Comprar lo que quiera. Simplemente debo cumplir las jornadas de trabajo, a cambio de horas, días y años de mi vida. ¡Esta es una sociedad desarrollada!
Mi abuelo repitió varias veces la palabra Laberinto.
Esta noche como nunca me ha embargado la idea de prisión. Damos vueltas y vueltas en la vida, creemos en la utopía de la libertad porque accedemos a aquellas cosas que nos venden. Aceptamos la ilusión que el dinero es un valor y no un mísero trozo de papel. Miramos sin enfurecernos las guerras, los maltratos a pueblos desbastados. Y lo peor consideramos como natural que se preste dinero (a personas y países) con un solo objetivo: hacerlos más dependientes, hipotecando sus vidas. El horror del interés es el motor de toda la economía.
Aquel viejo le talaron su extraordinaria selva y condenaron su vida.
Ahora entiendo a mi querido abuelo. Me dejó la más extraordinaria enseñanza. La ilusión de lo que nos dicen, la falacia de la libertad.
Finalmente traigo las palabras de ese grande Eduardo Galeano:
Vinieron. Ellos tenían la Biblia y nosotros la tierra. Y nos dijeron “cierren los ojos y recen” Cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros la Biblia.
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