La sombra de Tut

Conste que soy una persona estrictamente racional. Nada en mi puede aceptar postulados fuera de la razón y la lógica. Por definición soy cientificista. Muy lejos de cualquier religión que se base en postulados únicamente certificados por la fe. Me han causado estupor algunas creencias sobrenaturales, sectas que han llegado a doblegar la mente de sus acólitos. Otras me han causado cierta simpatía y hasta pena, por sus creyentes. Ni el catolicismo ni el islam pueden probar, fuera de toda duda, algunos de sus imaginados supuestos. Les queda la fe, necesaria, sí. Es quizás la única fuerza que el hombre posee ante la muerte, una esperanza muy bien explotada por todos los credos. No puedo dejar de aceptar un hecho perturbador, existe un orden desde el universo hasta una célula ¿Qué lo produjo? No lo se. Y allí está el problema, algo hay. Sin embargo, sigo en la postura que la ciega aceptación de religiones apaga la capacidad humana de cuestionarse y ser libres. ¿Qué hago aquí contando mis pensamientos? Pues lo inexplicable me ha alcanzado. No quiero decir sobrenatural, me niego a ello y a pesar de todos mis esfuerzos para encontrarle, a los hechos, que me han ocurrido, una explicación racional, han fallado. Lo que es peor es la transformación a la que mi mente se ha sometido. Día a día noto los sutiles pero profundos abismos en los que me hundo y de los que no creo que pueda regresar. No, no es locura, ni una burda imaginación: son hechos de una magnitud jamás soñada. Ellos están muy cerca. Las puertas están abiertas y nadie lo sospecha, esa es su más aterradora fuerza.

Vallamos a los hechos. En la primavera del 2020 me encontraba en Egipto, junto con un amigo Mark (prefiero callar su nombre real). Un viaje de puro placer. Nunca imaginé lo que me esperaba, cómo cambiaría mi vida y los horrores a los que me enfrentaría.

Las excursiones las habíamos reservado en una agencia de viajes, por lo que tendríamos guía y cuarenta personas más.

Instalados en el hotel, en el Cairo, ocurrió el primero de los hechos. Llamaron a Mark. Algo había ocurrido a su familia. Sin darme ninguna explicación se retiró del hotel. Lo único que dijo es que debía regresar inmediatamente. Antes de abrir la puerta e irse me miró por unos segundos. No era el hombre que había sido. Su cara reflejaba una honda preocupación, sus manos temblaban. No entendí la razón por la que no me contaba lo que le ocurría. Ahora lo se. De alguna manera el supo que el abismo me esperaba y huyó.

Al estar en un grupo heterogéneo de gentes me dije que disfrutaría del viaje.

Después de la recorrida habitual por el centro enloquecedor del Cairo fuimos al valle de los reyes. No haré mención de cada lugar, en cualquier guía de viajes, podrán verlos. Al fin llegamos a la tumba de Tut o Tutankamón. De memoria conocía la historia de Howard Carter y su descubrimiento en 1922. El guía relató mecánicamente la historia de la maldición del faraón, supuestamente encontrada en unos textos funerarios. Eso no está probado y es solo una leyenda. Ya se que veinte personas que participaron en el descubrimiento murieron, algunas de manera extraña. Casualidades me dije.

Fui el último en salir de la tumba. Estaba fatigado, por el calor y la caminata y entonces ocurrió. Me encontraba subiendo por la es calera y algo me paralizó. Sencillamente no pude dar un solo paso. Regresé a la cámara, estaba solo, todos los sonidos se habían apagado. Al principio sentí (más que escuché) como si toda la piedra se moviese, temblara, sutilmente. Luego un sonido de flautas, con una música que nunca había escuchado, me envolvió. Tendría que haber escapado, huir, huir del horror que intentaba apoderarse de mí. Hice lo contrario, mi mente científica, buscaba una explicación y la encontró. Escenificación, eso había sido preparado, me dije.

Todo cesó de pronto. Cuando salí al sol furioso de las dos de la tarde, el ómnibus con todo el grupo se había ido. Horas me costó regresar al hotel. Lo extraño fue que nadie me dijo nada. Al preguntarle al guía la causa por la que me habían dejado, se encogió de hombros y dijo algo en egipcio.

Esa noche, en la habitación, agotado me acosté a repasar los hechos. El ventilador del techo comenzó a girar cada vez más rápido. Y en ese momento el techo, como si fuese el telón de un cine, me mostró el Egipto de la época de Tutankamon. Vi sus calles, sus gentes, los mercados, esclavos, guerreros. Yo estuve allí, viéndolo todo. Sentía el abrazador calor, los olores de las cocinas en el mercado. Los colores de los ropajes. Estoy seguro de haber rozado a un par de camellos que pasaron a mi lado. Un niño, de unos diez años, salió corriendo con algo en las manos, lo perseguían gritando, unos guardias. Uno le disparó una flecha y el niño cayó boca abajo. En el frenesí de la locura que me atrapaba quise moverme, romper el sueño, despertar. Aterrorizado comprendí que no estaba soñando. Y allí en una esquina del Cairo, hace miles de años lo vi. Una litera llevada por esclavos y un grupo de soldados, pasó muy cerca mío. La cortina se corrió. ¡Sus ojos oscuros se posaron en los míos!! ¡Era él! Una sonrisa extraña me anunciaba que ya no podría escapar.

Al siguiente día recorreríamos el Nilo. No fui, debía entender que me ocurría. Entonces imaginé algunas posibilidades, sencillamente el agotamiento, las largas caminatas, el calor, el Cairo, mis conocimientos de arqueología, me habrían incentivado en una loca carrera hacia el pasado. Pura imaginación. Sin embargo, había leído que, en algunas circunstancias terribles, en algunas habitaciones o estancias, los hechos quedan grabados en las paredes y solo algunas almas sensibles, acceden a ellos. ¿Pero eso es posible, cómo?

Hice lo único que no debería haber hecho. Visité el Museo del Cairo y me planté frente al cuerpo de Tutankamon. Solo despojos para turistas me dije. Riéndome de mi propia estupidez dejé la sala. Me detuve un instante ante una vitrina y pude leer: Que viva tu ka, y puedas pasar millones de años, tú, amante de Tebas, sentado con la cara mirando al viento del Norte y con los ojos mirando la felicidad». Era la inscripción en una copa de alabastro hallada en su tumba. La misma copa que le vi mostrarme, desde su litera, hace miles de años. Fue la primera y única vez en mi vida que observé es copa. No hay manera que la hubiese visto antes. Estoy seguro.

Regresé a Londres. No hablé nunca a nadie de lo ocurrido. Tampoco pude contactar a Mark, ni a su familia, sencillamente desapareció, como si nunca hubiese existido.

No es mi intención que alguien crea una palabra. Se claramente que algo, que no podemos expresar, está allí. Las puertas están abiertas, me asomé a su mundo y lo vi. ¿Qué horrores nos esperan más allá de nuestra vida diaria? ¿A dónde llegaremos en este mundo viciado de perversión y locura? ¿Piensas que son solo palabras? Sigue pues con tu culto, es preferible antes que sondear oscuros secretos. Solo digo algo: ellos están aquí, que no los veas no significa que no existan, tampoco puedes ver las ondas que comunican con tu móvil y son reales.

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