Ya no estaba en sus manos Por Germán Diograzia

La mañana había amanecido fría y sin nubes. Tibios rayos del sol iluminaban el pueblo. Desde lo alto de la montaña parecía pequeño y silencioso, limpio. Despertaba lentamente. Lo había elegido antes de ver otros. Toda esa belleza le irradiaba fuerzas. Era la paz que tanto añorara.

Él lo podía ver todo, incluso mucho más allá. Cualquier, pueblo o ciudad en el mundo. Cerró sus ojos (ahora humanos).

Era de noche en la vieja ciudad de Rachandra. Sus habitantes, envueltos por antiguos dioses, deambulaban buscando refugio en los callejones sucios. Otros dormían sus sueños en cómodas literas. Todos adoraban, a las deidades. Muchos limpiaban sus cuerpos en el sucio Ganges. Vio fuegos, eran los cuerpos que se incineraban en las calles.

Cientos de personas vivían sus vidas atrapadas. Sus almas confiscadas no podían imaginar la belleza. Él cerró los ojos atribulado, cansado, triste. Al abrirlos, el pueblo hermoso brillaba. Los primeros rayos del sol pintaban cada calle, cada árbol, cada casa, cada lugar.  Desde lo alto de una de las montañas repleta de pinos. disfrutaba ese despertar. Imaginaba a sus habitantes protegidos allá abajo, cobijados, cuidados, tranquilos. Imaginaba que todo, todo debería ser así. Lo deseaba más que nada.  Limpio, pulcro, en paz. Para eso era el mundo. Una pequeña isla en lo infinito del tiempo. Un oasis perdido entre la inmensidad y la eternidad.

Un chispazo de inquietud interrumpió su descanso. Él Desdeñaba las inmensas ciudades. El ruido lo ahogaba, igual que las muchedumbres. En esos momentos hastiado huía y se culpaba en una soledad más absoluta, en los eones del universo Necesitaba regresar al pequeño y hermoso planeta azul.

Sufría atormentándose, preguntándose ¿Cómo podría florecer la primavera? ¿Perecerían las almas en lo infinito del tiempo? ¿Sufrirían las estrellas su agonía? ¿Perduraría el amor?

Volvía siempre a la esfera azul que tanto amaba. Regresaba, luego de ver las fuerzas titánicas, de la creación, que él había desatado. Inmensos soles que nacían y morían. Incontables mundos tragados una y otra vez. Nacimiento y muerte, repetidas hasta el hartazgo. Ya nada lo calmaba. Nada

Añoraba al pequeño planeta aun sabiendo que todo intento sería falaz. Allí estaba, el creador del infinito sentado entre pinos.

El pueblo despertaba con delicadeza.  Otra vez una nube oscura interrumpió aquella tranquilidad. Pensó en las ciudades atestadas, en un mundo cansado de soportar tanta tensión. Quería, deseaba, necesitaba que todo cambiara. Regresar a la naturaleza, al descanso del espíritu. Los hombres seguían corriendo hacia la nada. Destrozando la armonía. La perfección de los ciclos. La música que emanaba de cada ser vivo no humano. Los árboles que respiraban y él los sentía. Las aves y cualquier otro animal en la armónica música de lo sublime. Sí, todavía quedaba eso. El planeta lograba respira a pesar de los humos. De los ríos ahora turbios, que corrían hacia los mares cansados.

Esta vez se sentía extraño, tenso. El planeta parecía silencioso. Como si todas las máquinas se hubiesen callado. Respiró profundamente el aire intensamente limpio. y volvió su vista hacia el pueblo. Le extrañaron sus calles desiertas.

Su aspecto era como el de cualquier viajero. El sol ya estaba alto y bajó a las calles. Necesitaba esa forma, entonces los vio. En una esquina cuatro ciervos cruzaban la calle. Varios animales pequeños correteaban por una gasolinera. Esa visión maravillosa lo puso en alerta. ¿Acaso los hombres habían huido?

El único sonido era el del viento en los pinares. Llegó hasta el ciervo que seguía olfateando. Entonces lo humano afloró en su ser. Por primera vez deseó un desayuno. El olor del café y las tostadas explotaron con urgencia. Sonrió, tan humano y tan simple. No necesitaba alimentarse. Era (parecía) un hombre más.

El bar de la gasolinera estaba cerrado. Golpeó el vidrio, debía estar abierto. Un minuto, luego dos. Volvió a golpear. Una mujer, con su rostro cubierto. Le gritó desde adentro ¡Váyase! ¡Váyase! Aturdido buscó la calle principal. Dos bares más estaban cerrados.

Él, que todo lo sabía. Él, que había elegido ese pueblo, lo echaban. Una alarma sacudió su cuerpo. Podía en ese momento ir a cualquier ciudad, Estar al instante en cualquier lugar del mundo. Un temor sordo, sucio, pegajoso se agrandaba. Como una raíz viscosa se le aferraba a cada pierna. Algo ocurría y no quería saberlo. Si algo le pasaba a esa pequeña esfera azul, Porque él la amaba, más que a cualquier otro punto en el universo´ De pronto se sintió inmensamente solo. Un agente de policía se le acercó, También tenía parte de la cara tapada. Le exigió que se retirara del pueblo. Pudo haberle preguntado, pero n i a un Dios se le puede ocultar la verdad.

Fue de país a país, Escuchó como el mundo se detenía. Las gentes encerradas. El terror se difundía como el viento. Sí, morían personas, pero no tantas.

El planeta se había detenido, Aturdido, confundido se encontró en un viejo bar en Bangkok. sospechó otra vez de los líderes que manejaban la esfera azul.

Había contemplado lo aterrador del poder humano.  En cada viaje, en cada época que eligiera había siso igual. El monstruo tenía mil caras. A veces adoraban deidades que a él le hacían reír. Otras creaban guerras y dolores infinitos. Pero siempre indefectiblemente el dolor tronaba. Y volvía a preguntarse una y otra vez ¿cómo lo había permitido?

Los mundos que él conocía no podían ser contados.

Con sus sueños y el tiempo había creado un mundo casi mágico, Repleto del agua, cuna de toda vida. Verde y azul, dorado y escarlata. Negro en las noches estrelladas. Y una luna que corría en los cielos, mientras los hombres soñaban. Amaba, más allá de todo límite ese mundo. Ahora veía como los líderes se aferraban al monstruo. Un Prometeo que había roto las cadenas. Una caja de pandora que desparramaba su simiente. Los hombres se escondían, temblaban. como un animal golpeado furiosamente,

Cómo en épocas de oscuridad sin razón, Nada parecía haber cambiado. Pero ahora ¿Cómo se habían dejado convencer? Los esbirros usaban al monstruo amplificándolo, sublimándolo, casi agradeciéndole su presencia. Un anciano se sentó a su lado. Sus ropas raídas mostraban su profunda pobreza. Es la primera vez que un humano le dirigía la palabra. – ¿Usted qué cree sobre toda esta locura? – le preguntó. Y él, justamente él no supo que responderle. La lluvia lo encontró guarecido precariamente.  Como un vagabundo más -Dos mujeres con sus rostros cubiertos, le dejaron un cuenco con comida. Y sintió como humano compasión y tristeza.

Él había sembrado (eones antes) las semillas para que ojos y manos acariciaran la gramilla, viesen correr las nubes. Saciaran su sed con agua fresca. Les había dado las noches repletas de estrellas, El blanco de las montañas, el verde de selvas, los ríos cantarines o bulliciosos. Las playas serenas, los mares bravíos. Les había dejado los incontables colores. El dorado de los desiertos, el blanco de los ríos. Los profundos abismos marinos, repletos de secretos por descubrir, El hálito de la vida misma que latía con el planeta. La luz para señalarles los caminos. Las antorchas en las noches para sentirse seguros. Las semillas para hacer explotar la vida. La lluvia para refrescarse. El sol para calentarlos y guiarlos en el espacio infinito. Las estrellas para que soñaran con alcanzarlas algún día. Eras incontables para surgir cada vez a una vida mejor. Los alimentó, los cuidó. Dejó que el planeta latiera en la soledad de vacío. Le permitió al sol brillar incontables siglos, para darles tiempo. No les enseñó nada, solo le entregó un mundo maravilloso. Y el libre albedrío.

Ahora algunos, habían soltado a un monstruo., junto al pánico. Y otra vez, unos pocos azuzaron la ignorancia. Cosecharon la subordinación de los hombres, que, sin saber la verdad, se dejaron llevar. Algunos morían y esas muertes potenciaron al monstruo. El temor cerró los ojos y calló a los corazones. Se encerraron en lo más profundo de la ignorancia. Escondidos en sus hogares, Mirando las puertas con terror. Y el mundo pudo respirar unos momentos. Los animales salieron de sus guaridas Y los humanos se escabulleron a las suyas. Y él, por primera vez dejó rodar lágrimas.  Mientras la lluvia lo empapaba. Se culpó de cada cosa que había salido mal. Él, que con un infinito amor creara todo. Pero no era su culpa y volvió al principio. Se acordó de la vieja ciudad de Tebas, De Ur, de Lagash. De la tierra de los dos ríos. Del Tigris y del Éufrates. Del viejo Gilgamesh que buscó la inmortalidad. De los griegos que supieron alcanzar el conocimiento. De Egipto que quiso llegar en piedra hasta los cielos. De Roma que nació casta y murió abrumada por el dolor. Se acordó de la noche de los siglos medios. Y el despertar. La irrupción de la luz. Las semillas del conocimiento. Creyó ver en aquellas épocas a un hombre nuevo. Un ser capaz de crear, como él. De amar, como él. De soñar como él. De liberarse de las cadenas. De ser libre al fin. Que descubriese la razón de la vida y aceptase a la muerte. El necesario cambio, la renovación perpetua. El maravilloso ciclo de la vida, que corría imperturbable y fresca, Y otra vez llegaron los fuegos y la destrucción. Los gritos interminables de los que morían. Y la opulencia desenfrenada de unos pocos. Tuvo una larga noche de recuerdos. Y en cada uno se vio culpable. La noche sin fin había regresado a los hombres. Acallando las voces, suprimiendo todo atisbo de verdad. Nuevamente esclavos de sí mismos.

La mañana siguiente lo encontró muy lejos. Necesitaba la soledad, no del vacío del espacio. Quería abrazar a la tierra. A todos. Sentir la fuerza de la naturaleza para darle ánimos. Para creer, que quizás la víbora dejara en paz a los hombres. Que de algún modo encontraran el camino. Dejaran de someterse. Rompiesen las invisibles cadenas.

Tocó las piedras bajo el sol intenso del Cairo. En la pirámide más alta posó sus manos. Trepó piedra a piedra, hasta llegar a la cúspide. Sentado allí, solo invisible, ajeno, miró al mundo. Sintió en cada piedra la vida de quien la colocara.

Cerró los ojos y en un caleidoscopio brutal y único desfilaron siglos tras siglos.

Los pueblos se levantaban crecían y eran borrados. Una y otra vez surgían reyes, déspotas, tiranos. Presenció orgías de sangre. Guerreros, inocentes. Todos olvidados, cubiertos por las arenas del tiempo. Quizás esa fuese la respuesta. Dejarlo todo. ¿Pero y el dolor?  ¿Y la inocencia? ¿No debería pagar sus culpas los traidores?

Ya no hacían falta los fuegos. El monstruo estaba libre correteando.

Entonces recordó los signos grabados en la roca. El nombre de un poderoso Rey (como tantos otros). Sus conquistas y posesiones. Las guerras libradas. Y los inmensos monolitos que guardaban sus facciones. Fue Rey de Reyes. Fue dueño de vidas. Lo fue todo. Y sus inmensas estatuas fueron destruidas, devoradas por las arenas y el viento. Demostrando que todo es inevitablemente perecedero. Así (sin que nadie lo imaginara) dejó a su suerte al mundo. Girando solo en el vacío de los tiempos. Porque ya nada estaba en sus manos

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