La Caracola por Germán Diograzia

En aquella época había yo cumplido ocho años. Mi padre, como siempre, viajando por el mundo. Mi madre y yo permanecimos aquel verano en una pequeña villa de pescadores, donde alquiláramos una preciosa casita cerca del muelle. Si ustedes miran un mapa de Colombia verán al norte de Cartagena un pequeño punto y un nombre “La Canela”, aunque es casi seguro que ahora haya desaparecido de los mapas. Ya conté sobre la extraordinaria belleza de esa costa. Quien duda que los sueños de casi todos los navegantes empiezan y terminan en algún lugar del caribe. Allí estaba yo correteando –-sin ningún peligro- entre palmeras. Recogiendo los dulces cocos, contando cuántos peces voladores pasaban ante mis ojos fascinados. Adorando a los papagayos.  Soñando a lo lejos con los delfines, con poder nadar con ellos -cosa que luego pude hacer muchas veces-. ¿Cómo creen ustedes que se cría un niño soñador y libre en uno de los lugares más bellos de la tierra? Y sin embargo un poco más allá de ese mundo existía y existe aún otro. Pueblos sumidos en la extrema pobreza, entre soles, lunas y cielos siempre impecables. Alimentos al alcance de la mano, mares plenos de peces.

Mientras ojos tristes y apáticos ya no saben cómo buscar su sustento. Pero aún yo no lo sabía, la magia del lugar, los libros innumerables que devoraba en las tórridas tardes a la sombra de las palmeras, inflaban mi alma. A veces cerraba un libro de aventuras y levantando los ojos hacia el mar, creía casi con certeza que llegarían los piratas. Los miraba bajar de una chalupa, ajustarse sus espadas. Cargar sus mosquetes, mientras un gordo de necesaria camiseta a rayas rojas, portaba un pequeño barril para cargar agua…

Exploraba, a veces, durante horas las cavernas que se encontraban a pocos cientos de metros de casa. Buscaba los tesoros de aquellos hombres. Una vez encontré unos huesos humanos y unos trozos de hierro irreconocibles.

Frente al muelle de madera destartalada, la negra Simona, una mujer gorda y de edad indefinida, atendía a los pocos parroquianos que eternamente tomaban aquella cerveza negra, como ellos mismos. El viejo Carlino con su eterno toscano, lograba que me sentara a su lado. A veces mirando mucho más allá de la laguna de coral y del mismo océano, soñaba despierto, y me hacía volar a mundos fantásticos y olvidados para siempre por todos. Yo creí así durante mucho tiempo que Carlino y yo éramos los únicos que entrábamos y salíamos de esos lugares infinitamente remotos. Un día el viejo negro, cuya edad sin duda era centenaria, me hizo colocar una pesada caracola en mi oído. Como es obvio ya conocía el sonido “del mar” que producían. Pero aquella vez fueron voces claras y fuertes en un idioma que nunca escuchara, pero que comprendía. El viejo con una voz profunda me dijo, cierra los ojos y siente. Quizás por los libros leídos, por mi exagerada imaginación o por el humo del cigarro experimente una vivencia única, que nunca más pude repetir.

Primero fueron voces, como si un grupo de hombres se acercara por la playa hacia mí. Seguí con los ojos cerrados, pero pude verlos. La playa -la misma en la que estábamos- se encontraba desierta. Había desaparecido el muelle. El negocio de la negra Simona y hasta el pequeño pueblo. Cuatro cargaban mosquetes y pistolas. Sus ropas raídas y sucias mostraban claramente su oficio. Un quinto hombre, bajo y regordete arrastraba un cofre. Atrás un bote de madera esperaba el regreso. En la laguna misma un bergantín inmenso permanecía inmóvil. Pude ver a varios hombres en la cubierta. Ya no estaba al lado del viejo negro. Ahora seguía los hombres. Los vi entrar en una de las cavernas.

Luego escuché gritos y un disparo. Salieron cuatro sin el cofre, dejando adentro al regordete. Mucho más tarde, cuando ya el sol comenzaba a deshacerse antes de tocar el horizonte escuché la fuerte voz de mi madre. El viejo Carlino había desaparecido. Aún tenía la enorme caracola en mis manos.

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