Antonin

Del libro de Encarnación Reina Sánchez «De la inocencia a la furia»
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Antonin

(Edad de Encarnación siete años)

La niña había caminado mucho atravesando las calles de Archidona. Su madre se encontraba en el campo entre los olivos. Había llegado al otro extremo del pueblo, ahora a llegado al final de la calle albañiles. Era diciembre. El día muy frío mostraba unas gruesas nubes que presagiaban otra vez nieve. El suelo se había congelado, pero nada le apartaría de su destino. Antonin la esperaba. Ese sería uno de los momentos de su vida que jamás olvidaría. Un día aciago, tan gris como las nubes que ocultaban el cielo, que en otros lugares sería azul. Lugares donde la vida fuese menos dura. Pero esperemos, volvamos unos meses atrás. Meses de verano, en esa misma calle de los albañiles. En el final del pueblo se alzaba un a precaria casa de techos bajos. Allí vivía con un abuelo su amigo Antonin, tendría siete u ocho años.

Encarni y su amigo eran como dos almas solitarias en medio de un mar de prejuicios y discriminación. Antonin, debido a su pequeña estatura, era objeto de burlas y maltrato por parte de los otros niños del pueblo. Lo llamaban «enano» con desprecio y lo perseguían con crueldad. Para él, la única seguridad era el refugio de su propia casa, donde se sentía a salvo del mundo hostil que lo rodeaba. Sin embargo, había una luz en su vida: Encarni. Ella era la única que lo visitaba, la única que no lo juzgaba por su apariencia. Juntos, compartían risas, secretos y sueños de un mundo mejor.

En las tardes, cuando el pueblo dormía las largas siestas, ellos, lejos de las vistas de todos, se alejaban por los campos. Buscaban algún árbol frondoso y mientras saboreaban alguna fruta. Y allí mirándose a los ojos como seres apartados del mundo, hablaban y lograban girones de felicidad. Imaginaban que el mundo malvado que los castigaba, un día cambiaría. Antonin le aseguraba que él quería huir, irse lejos. Tomar el sendero que llevaba al mar y no volver nunca más. Encarni lo imaginaba alejándose por los caminos, con sus pequeñas piernas, con un palo largo sobre sus hombros y el extremo un pequeño saco bamboleándose. Le decía —No te vayas ¿qué voy a hacer yo? Así transcurrían los días. En aquellas escapadas debían volver antes que el pueblo despertara. El riesgo era grande. Si el abuelo del pequeñín despertaba y no lo encontraba lo castigaría hasta dejarle la piel hecha girones. Existía otro peligro: los niños. Un día regresaban los dos de sus correrías, casi al llegar a la casa de Antonin, un grupo de niños le cerró el paso. Los rodearon. Eran cuatro. Le gritaron ¡enano! ¡monstruo!, lo empujaron y el pequeño rodó por el suelo, con tal mala suerte que se lastimó las mano y la cara. Encarni furiosa se abalanzó sobre el más alto tirándolo al suelo. Los demás le gritaban ¡bastarda vete! Intentaron tirarla también, pero ella había cogido unas piedras que dieron certeramente en el blanco. Los niños huyeron. Encarni llevó a Antonin a su casa. Por suerte el abuelo dormía. En silencio, mientras el niño se quejaba quedamente, Encarni lo curó.

Pasaban los mese siempre tratando de no ser vistos. Encarni recuerda con ternura esa amistad. Imaginemos lo que pudo haber significado para el pobre pequeño. Coincidieron en los breves años que ambos fueron al colegio, aunque para el niño, solo fueron unos meses. Los compañeros lo hacían caer, le gritaban “monstruo”, “sub normal” y otros insultos. Cuando eso ocurría el maestro, el Padre Eusebio, lo echaba de la clase. El pobre terminaba siempre en dirección. Lo castigaban y lo obligaban a estar parado con un gran sombrero, en un rincón. Los niños pasaban y le gritaban insultos, una y otra vez. Encarni sufría amargamente, más de una vez y a costa de su propia seguridad, se peleaba con sus compañeros.

Un día el maestro le ordenó a Encarni que fuese a buscar tizas, ella pasó muy cerca de la Dirección y escuchó al director, el padre Samuel, decirle a alguien   —al enano hay que sacarlo de la Institución, ese monstruito altera a todos. Cuando se lo llevaron del colegio Encarni lejos de hacerle caso al padre Eusebio se quedó en la puerta mirando horrorizada como Antonin era subido a un coche. Él la miró y en esos segundos que cruzaron sus ojos, ella pudo sentir todo el dolor del mundo. ¿Por qué hacían eso? ¿dónde esta el Dios del que tanto hablaban?

Volvamos al principio de la historia o mejor dicho al final. Un día Encarni llegó a la casa de Antonin, algo dentro de ella le decía que algo pasaba. Las ventanas estaban cerradas, era extraño. Golpeó la puerta, pasaron unos minutos y volvió a golpear. El abuelo apareció borracho, apenas podía mantenerse en pie. La echó gritándole —Vete bastarda.  Durante días quiso ubicarlo. Finalmente supo que había sido llevado a un convento de monjas. Se desesperó, sabía lo que le podría esperar a su pobre amigo. Pensó en irse, escapar a los caminos y llegar a Antequera, le habían dicho que allí estaba el la Orden de la Hermanas. A pesar de ello fue a ver a una Madre Superiora, en su pueblo, quería saber. Consumida por la rabia y el dolor, confrontó a las monjas, exigiendo respuestas, que le devolvieran a su amigo. Pero en lugar de compasión, recibió un insulto cruel que tantas veces escuchara —»¡Bastarda! ¡Vete, hija de madre soltera!», le gritaron las monjas, expulsándola del convento con violencia.

Herida en lo más profundo de su ser, Elena se retiró a la oscuridad de la noche, con lágrimas en los ojos y el peso de la injusticia sobre sus hombros. Aunque se vio obligada a dejar a su amigo, el fuego de su determinación ardía más fuerte que nunca en su interior. Juró encontrar a Antonin, no importaba cuánto tiempo o sacrificio le costara. Nunca pudo verlo, aunque durante muchas noches lloró imaginándolo solo entre aquellas terribles mujeres. Y así, en medio de la opresión y la adversidad, esa amistad se convirtió en una luz de esperanza, desafiando las sombras de la intolerancia y la crueldad. Aunque separados por la distancia y el destino, sus corazones permanecieron unidos en la promesa de un futuro donde el amor y la amistad triunfarían sobre el odio y el prejuicio, porque sabía que nunca Antonin la olvidaría.

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